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Sobre el arrepentimiento

Michel de Montaigne, padre del ensayo moderno, escribe sobre el arrepentimiento un texto que indaga acerca de la condición humana y, al mismo tiempo, se interroga sobre sí mismo. «Yo no puedo fijar el objeto de mi estudio. Es decir, a mí mismo. […] Tanto es así, que en ocasiones puedo muy bien contradecirme; pero no contradigo la verdad, como decía Demades. Si mi alma pudiera fijarse, yo no necesitaría ensayar.» Mañana domingo, a las 23.59hs, cierra la convocatoria del Premio Heterónimos de Ensayo; para subir obras o consultar bases, clic acá.

Los demás moralistas forman al hombre; yo lo describo, y represento un sujeto particular bastante mal formado y, si tuviera que modelarlo otra vez, ciertamente lo haría muy diferente. Pero ya está hecho. Y los trazos de mi cultura no se salen de su verdadero camino aunque cambien y se diversifiquen. El mundo es sólo un balancín permanente. En él todas las cosas se mueven sin cesar: la tierra, las rocas del Cáucaso, las pirámides de Egipto, tanto por el movimiento general como por el suyo propio. La constancia, incluso, no es otra cosa que un movimiento más lánguido. Yo no puedo fijar el objeto de mi estudio. Es decir, a mí mismo. Avanza confuso y tambaleante, con una ebriedad natural. Yo lo tomo en esa situación, tal y como es, en el instante en que me ocupo de él. No pinto el ser. Pinto el pasar: no un paso de una edad a otra o, como dice el pueblo, de siete en siete años, sino de día en día, de minuto en minuto. Tengo que adaptar mi historia al momento. En breve puedo cambiar no sólo de suerte, sino también de intención. Esto es un examen de acontecimientos diversos y variables y de pensamientos indecisos y, si es el caso, contrarios, ya sea porque yo mismo sea otro, ya porque capte los temas en otras circunstancias o con otras consideraciones. Tanto es así, que en ocasiones puedo muy bien contradecirme; pero no contradigo la verdad, como decía Demades. Si mi alma pudiera fijarse, yo no necesitaría ensayar: decidiría; pero siempre está aprendiendo y experimentando.

Expongo una vida humilde y sin gloria; esto no tiene la menor importancia: igual de bien se aplica toda la filosofía moral a una vida corriente y privada que a una vida de más categoría: cada hombre lleva en sí la forma entera de la condición humana.

Los autores se dan a conocer al público por algún rasgo propio y que es desconocido; yo soy el primero en darme a conocer por mi esencia universal, como Michel de Montaigne, no como gramático, o poeta, o jurisconsulto. Si la gente se queja de que hable demasiado de mí, yo me quejo de que ellos ni siquiera piensan en sí mismos.

Pero ¿es legítimo que, llevando una vida tan privada pretenda ser que todo el mundo me conozca? ¿Es legítimo, asimismo, que haga aparecer ante el mundo donde la elaboración y el arte tienen tanto prestigio y autoridad, unas simples y desnudas producciones naturales y, además, de una naturaleza bastante endeble? ¿No será como construir una muralla sin piedra, o algo parecido, el construir libros sin ciencia ni arte? Las creaciones musicales están dirigidas por el arte; las mías por el azar. Al menos en esto estoy conforme con las reglas: nunca hombre alguno ha tratado un tema que comprendiera y conociera mejor de lo que yo comprendo y conozco el que he escogido, y, en este tema, yo soy el hombre más sabio que pueda existir; en segundo lugar, nunca penetró nadie más profundamente en su materia ni espulgó con más detalle sus partes y sus consecuencias; ni llegó con mayor exactitud y más plenamente a la meta que se había propuesto en su obra. Para llevarla a cabo sólo necesito poner en ella fidelidad: y ahí está, la más sincera y pura que pueda encontrarse. Digo la verdad, no hasta el punto de saciarme de ella sino toda la que me atrevo a decir; y me atrevo a decirla un poco más según voy envejeciendo pues parece que la costumbre concede a esta edad más libertad de palabrería y de indiscreción al hablar de uno mismo. En este caso no puede ocurrir algo que observo a menudo: que el artesano y su obra se contradicen: ¿un hombre de conversación tan distinguida ha podido escribir algo tan estúpido? O bien, ¿unos escritos tan sabios han salido de un hombre de conversación tan mediocre?

Si alguien tiene una conversación ordinaria y ha producido escritos de un raro valor, quiere decir que su capacidad está en algún lugar del que él la toma prestada, y no en sí mismo. Una persona erudita no es erudita en todas las cosas; pero el hombre de talento es capaz en todos los campos, incluso en el de la ignorancia.

Mi libro y yo avanzamos conformes el uno con el otro y al mismo paso. En otros casos se puede alabar y condenar la obra de forma separada de obrero; aquí no: quien toca uno, toca el otro. El que juzgue la obra sin conocerla, se perjudicará más a sí mismo que a mí; con el que llegue a conocerla, quedaré plenamente satisfecho. Dichoso más allá de mi mérito, si consigo siquiera esa parte de la aprobación pública: si hago sentir a las personas inteligentes que habría sido capaz de sacarle provecho a la ciencia, si la hubiera tenido, y que merecía que la memoria me sirviera mejor.

Disculpemos, en este punto, algo que repito con frecuencia: que rara vez me arrepiento, y que mi conciencia está contenta consigo misma, no como la conciencia de un ángel o la de un caballo, sino como la conciencia de un hombre: y añado siempre este estribillo ―no un estribillo de cortesía, sino de sincera y real sumisión―: que hablo como hombre ignorante y que busca, y que, en lo que respecta a las conclusiones, se acoge, pura y simplemente, a las creencias comunes y legítimas. Yo no enseño, yo cuento.

No hay vicio que sea verdaderamente un vicio y que no haga daño, y al que un juicio íntegro no condene: pues tiene una fealdad y una insolencia que quizá tengan razón quienes dicen que es producido principalmente por la estupidez y la ignorancia; tan difícil resulta imaginar que alguien lo conozca y no lo odie. La maldad absorbe la mayor parte de su propio veneno y se envenena con él. El vicio deja como una úlcera en la carne, un arrepentimiento en el alma que siempre se araña y se ensangrienta ella misma. Pues la razón borra las demás penas y sufrimientos, pero engendra el del arrepentimiento, que es más doloroso, porque nace de dentro; igual que el frío y el calor de las fiebres se soporta peor que los que provienen del exterior. Considero vicios (pero que cada uno juzgue según su medida) no sólo los condenados por la razón y la naturaleza, sino también aquellos que ha forjado la opinión de los hombres (incluso si es falsa y errónea), si las leyes y la costumbre le confieren autoridad.

De un modo semejante, no hay conducta loable que no alegre a una naturaleza bien nacida. Ciertamente, hay cierta satisfacción misteriosa en actuar correctamente que nos alegra por dentro, y un noble orgullo acompaña a la conciencia limpia. Un alma decididamente viciosa quizá pueda procurarse seguridad; pero esa complacencia y satisfacción de sí mismo no puede procurársela. No es un placer menor el de sentirse a salvo del contagio de un siglo tan corrupto y decirse por dentro: «Si alguien pudiera verme hasta el alma, incluso entonces, no me encontraría culpable ni de la caída ni de la ruina de nadie, ni de venganza o de odio, ni de ofensa pública a las leyes, ni de innovación y de confusión, ni de faltar a mi palabra; y, por más que nos permita y enseñe a todos la licencia del tiempo, no he puesto la mano encima a los bienes ni la bolsa de ningún francés, y sólo he vivido de la mía, tanto en la guerra como en la paz; ni he utilizado el trabajo de nadie sin pagarle a cambio». Estos testimonios de la conciencia resultan agradables; y esta alegría natural es un gran bien, y el único pago que no nos falta nunca.

Basar la recompensa por las acciones virtuosas en la aprobación de los demás es tomar una base demasiado incierta y oscura. Especialmente en un siglo corrupto e ignorante como éste, la estima del público supone una injuria; ¿de quién podéis fiaros para saber qué es lo encomiable? Dios me guarde de ser un hombre de bien según la descripción que veo que todos hacen de sí mismos a diario para hacerse valer. «Quae fuerant vitia, mores sunt». A veces algunos de mis amigos han empezado a reñirme y a reprenderme abiertamente, bien por impulso propio, creyendo cumplir un deber, o bien por habérselo pedido yo como un favor que, para un alma bien hecha, sobrepasa a todos los demás favores de la amistad, no sólo en utilidad, sino también en placer. Yo siempre he aceptado esto abriendo todo lo posible los brazos de la cortesía y del agradecimiento. Pero, para hablar de ello en conciencia en el momento actual, a menudo he encontrado en sus reproches y alabanzas, tanta falsa medida que no habría obrado mucho peor actuando mal según su forma de vida que actuando bien. Especialmente nosotros, los que vivimos una vida privada que nadie más puede ver, debemos tener establecido en nuestro interior un modelo que nos sirva de piedra de toque en nuestras acciones y, según ese modelo, unas veces tendremos que felicitarnos y, otras, que castigarnos. Yo tengo mis leyes y mi tribunal para juzgar sobre mí, y me dirijo a él más que a los demás. Restrinjo mucho mis acciones en función de los demás, pero sólo las extiendo en función de mí mismo. Sólo vosotros sabéis si sois cobarde y cruel o leal devoto; los demás no os ven, os adivinan mediante conjeturas inciertas; ven no tanto vuestra naturaleza cuanto vuestro arte. En consecuencia, no os atengáis a su juicio; ateneos al vuestro.«Tuo tibi juicio est utendum. Virtutis et vitorium grave ipsius conscienteiae pondus est: qua sublata, jacent omnia».

Pero eso que dicen de que el arrepentimiento sigue de cerca al pecado no parece afectar al pecado que va bien provisto, que habita en nosotros como en su propio domicilio. Podemos repudiar y renegar de los vicios que nos sorprenden, y hacia los que nos empujan las pasiones; pero aquellos que por un hábito prolongado están enraizados y anclados en una voluntad fuerte y vigorosa no son materia que pueda repudiarse. El arrepentimiento es sólo un cambio en nuestra voluntad, que se desdice, y una contradicción de nuestros pensamientos, que nos lleva en todos los sentidos. A cierto hombre le hizo renegar de su virtud pasada y de su continencia: «Quae mens est hodie, cur eadem non puero fuit? Vel cur his animis incólumes non redeunt genae?».

Es una vida exquisita aquella que se mantiene en orden hasta en su intimidad. Todos podemos hacer de bufones y representar a un personaje honorable en escena; pero es en nuestro interior, dentro del pecho, donde todo está permitido, donde todo está oculto, donde tenemos que estar en regla. El grado más próximo es estarlo en la propia casa, en las acciones corrientes de las que no tenemos que rendir cuentas a nadie, en las que no hay estudio ni artificio. Y por esta razón Bías, al describir el excelente estado de una casa, dice: «Una casa en la que le amo sea por dentro, por sí mismo, tal y como es por fuera por el temor de las leyes y de lo que puedan decir los hombres». Y también fueron nobles las palabras que dirigió Julio Druso a unos obreros que le ofrecían, por tres mil escudos, poner su casa en una situación tal que sus vecinos dejaran de tener sobre ella la vista que tenían: «Os daré seis mil, y haced que todos la vean desde todos los ángulos». Se considera honorable a Agesilao, por su costumbre, cuando estaba de viaje, de alojarse en las iglesias para que el pueblo y los mismos dioses pudieran ver sus actos privados. Un hombre ha podido ser extraordinario para el mundo sin que su mujer y su criado hayan visto en él nada ni tan siquiera notable. Pocos hombres han sido admirados por las personas de casa.

Nadie ha sido profeta no sólo en su casa, sino tampoco en su tierra, dice la experiencia de las historias. Lo mismo ocurre con las cosas sin importancia. Y en un ejemplo humilde se ve la imagen de los grandes. En mi tierra de Gascuña se considera una broma verme impreso. Cuanto más se aleja de mi morada el conocimiento que tienen mí, más aumenta mi valor. Yo pago a los impresores de Guyena; en otros lugares, ellos me pagan a mí. En este fenómeno se basan quienes se ocultan estando vivos y presentes, para lograr la estima del público, como si estuvieran difuntos y ausentes. Yo prefiero ser menos estimado. Y sólo me lanzo al mundo por la parte de estima que estoy obteniendo. Cuando lo abandone, le dispenso de concedérmela.

En un acto público, el pueblo escolta a un hombre hasta su puerta; éste, al quitarse la ropa, se despoja de su papel, y cae tanto más bajo cuanto más había subido antes; por dentro, en su interior, todo es tumultuoso y vil. Incluso si hubiera cierto orden en su vida retirada, es preciso un juicio agudo y extraordinario para percibirlo en los humildes actos privados. Sin contar con que el orden es una virtud apagada y sombría. Abrir una brecha, dirigir una embajada, gobernar un pueblo, son acciones deslumbrantes. Reñir, reír, vender, pagar, amar, odiar y relacionarse con los suyos y consigo mismo con delicadeza y equidad, no dejarse llevar, no desmentirse, eso es algo más raro, más difícil y más notable. Las vidas retiradas cumplen así, digan lo que digan, deberes al menos tan duros y exigen al menos los mismos esfuerzos que las demás vidas. Y los hombres privados, dice Aristóteles, sirven a la virtud con más exigencia y más altura, que los que lo hacen como altos cargos. Nos preparamos para las ocasiones eminentes más por la gloria que por la conciencia. La manera más segura de alcanzar la gloria sería hacer por conciencia lo que hacemos por la gloria. Y creo que la virtud de Alejandro representa bastante menos vigor en su teatro que la de Sócrates en su actividad humilde y oscura. Concibo sin esfuerzo a Sócrates en el puesto de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates, no puedo. Si preguntan a aquél qué sabe hacer, responderá: «Subyugar al mundo». Si se lo pregunta a éste, dirá: «Dirigir la vida humana conforme a su condición natural»: ciencia mucho más general, más ardua, y más legítima. El valor del alma no consiste en subir muy alto, sino con paso regular.

Su grandeza no ejerce en la grandeza, sino en el grado medio. Así como aquellos que nos juzgan y nos palpan por dentro no hacen mucho caso del esplendor de nuestras acciones públicas, y ven que no son más que hilillos y chorros de agua pura que han manado de un fondo por lo demás cenagoso y pesado, así también aquellos que nos juzgan por el bello esplendor de la apariencia concluyen de forma similar respecto a nuestra constitución interna y no pueden encajar unas facultades corrientes y similares a las suyas en esas otras facultades que les llenan de asombro y que están tan lejos de su horizonte. Así, también, atribuimos a los demonios formas salvajes. ¿Y quién no pinta a Tamerlán con unas cejas muy altas, unos orificios nasales abiertos, un rostro espantoso y una altura desmesurada, como la de la imagen que ha concebido de él al oír su fama? Si me hubieran mostrado a Erasmo en el pasado, me habría resultado difícil no tomar por adagios y apotegmas todo cuanto dijera a su criado y a su hospedera. Imaginamos con mucha más facilidad en su retrete o sobre su mujer a un artesano que a un gran presidente, venerable por su aspecto y su competencia. Nos parece que de esos tronos eminentes no se rebajan hasta el punto de vivir.

Así como las almas viciosas son incitadas a menudo a hacer el bien por algún impulso externo, así las almas virtuosas son incitadas a hacer el mal. Por tanto, hay que juzgarlas según su estado en calma, cuando están a sus anchas, si es que lo están alguna vez, o al menos cuando están más próximas al reposo y a su posición innata. Las inclinaciones naturales se ven ayudadas y fortificadas por la educación; pero apenas se las cambia o se las vence. Mil naturalezas, en mi tiempo, han huido hacia la virtud o hacia el vicio a pesar de enseñanzas contrarias:

Sic ubi desuetae silvis in carcera clausae
Mansuevere ferae, et vultus posuere minaces,
Atque hominem didicere pati, si tórrida parvus
Venit in para crúor, redeunt rabiesque furorque,
Admonitaeque tument gustato sanguine fauces;
Fervet, et a trepido vix abstinet ira magistro.

Esos rasgos originales no se extirpan: se recubren, se ocultan. La lengua latina me resulta, por así decir, natural, la entiendo mejor que el francés, pero hace cuarenta años que no hago ningún uso de ella, ni para hablar ni para escribir; no obstante, con ocasión de emociones extremas y repentinas en las que he caído dos o tres veces en mi vida (una, al ver a mi padre, en perfecta salud, caer de espaldas, desvanecido, sobre mí), las primeras palabras que proferí, desde el fondo de mis entrañas, fueron palabras latinas: la naturaleza escapaba y se expresaba por la fuerza, en contra de una larga práctica. Y cuentan ese ejemplo de muchos otros.

Aquellos que han tratado de reformar las costumbres del mundo, en mi tiempo, mediante opiniones nuevas, reforman los vicios de la apariencia; los de la esencia, los dejan como están, si es que no los acrecientan; y es de temer este crecimiento pues uno se dispensa fácilmente de cualquier otra forma de buena acción al sufrir esas reformas externas y arbitrarias, que le cuestan menos y a las que, en general, se atribuye más mérito; y da así satisfacción a buen precio a esos otros vicios naturales consustanciales e internos. Mirad cómo se comporta en esto nuestra experiencia: no hay nadie si se escucha a sí mismo, que no descubra en sí una forma propia, una forma principal, que luche contra la educación y contra la tempestad de las impresiones que le son contrarias. En lo que a mí respecta, apenas me siento agitado por sacudida alguna, casi siempre me encuentro en mi lugar, como ocurre con los cuerpos pesados y cargados. Si no estoy en mí, siempre ando cerca. Los desarreglos de mi conducta no me llevan muy lejos. No hay en mí nada extremo ni extraño y, sin embargo, sufre emociones fuertes e impetuosas.

La verdadera condena, que afecta a la habitual manera de actuar de nuestros contemporáneos, es que incluso su retiro está lleno de corrupción y de basura; la idea que tienen de su enmienda es confusa; su penitencia, pervertida y culpable, casi tanto como su pecado. Algunos, bien por estar sujetos al vicio por un apego natural, o por el hecho de un hábito prolongado, ya no ven su fealdad. A otros (a cuyo regimiento pertenezco yo), el vicio les pesa, pero lo contrarrestan con el placer o con otra cosa, y lo soportan y se prestan a él, con ciertas condiciones, pero, no obstante, de una manera viciosa y vergonzosa. Sin embargo, podría imaginarse una medida extremadamente desproporcionada según la cual el placer disculpara el vicio en toda justicia, como decimos, a propósito de la utilidad; no sólo en el caso de que ese placer fuera accesorio y externo al pecado, como en el hurto, sino en el caso de que estuviera en el ejercicio mismo del pecado, como ocurre en las relaciones carnales con las mujeres, en las que la incitación es violenta y a veces, según dicen, invencible.

El otro día, estando yo en Armagnac, en la tierra de uno de mis parientes, vi a un campesino al que todos llaman «el ladrón». Él hacía el relato de su vida como sigue: que, habiendo nacido mendigo, y viendo que si se ganaba el pan con el trabajo de sus manos no llegaría nunca a protegerse suficientemente contra la indigencia, se le ocurrió hacerse ladrón; y había empleado toda su juventud en ejercer ese oficio con toda seguridad, gracias a su fuerza física: así, recolectaba y vendimiaba en las tierras de los demás, pero de lejos y en montones tan grandes que era inimaginable que un solo hombre hubiera cargado tanto sobre sus hombros en una sola noche; además, tenía cuidado de igualar y dispersar el daño que hacía, de forma que la mala pasada resultara menos insoportable para cada particular. Actualmente, en su vejez, es rico, para ser un hombre de su condición, gracias a ese tráfico del que se confiesa abiertamente; y para congraciarse con Dios en lo referente a sus beneficios, dice que se ocupa todos los días de dar satisfacción, mediante buenas obras, a los sucesores de aquellos a los que robo; y que, si no lo concluye (pues no puede hacerlo todo a la vez), encargará de ello a sus herederos, según sus cuentas del mal que hizo a cada uno, que sólo él conoce. Según esa descripción, ya sea verdadera o falsa, ese hombre considera el robo una acción deshonesta y la odia, pero menos que la indigencia; se arrepiente con mucha sencillez, pero, en la medida en que esa acción estaba contrarrestada y compensada, no se arrepiente de ella. No es la costumbre la que nos incorpora al vicio y configura, incluso, nuestra inteligencia; no es, tampoco, ese viento impetuoso que confunde y ciega nuestra alma con sus sacudidas y que nos precipita, de momento, bajo el poder del vicio.

Normalmente, me entrego por completo a lo que hago, y camino sin desviarme; apenas hay acción que se oculte y se esconda a mi razón y que no sea dirigida más o menos con el consentimiento de todas mis partes, sin división, sin sedición intestina: mi juicio siente toda la culpa o la alabanza; y la culpa que siente una vez, la siente siempre, pues casi desde mi nacimiento es el mismo: la misma inclinación, el mismo camino, la misma fuerza. Y, en cuanto a ideas generales, desde la infancia me situé en el punto en el que iba a mantenerme.

Hay pecados impetuosos, prontos y súbitos: dejémoslos aparte. Pero en los demás pecados, tantas veces repetidos, meditados y decididos, pecados de nuestro temperamento o, incluso, pecados debidos a la profesión y a la ocupación, no puedo concebir que estén plantados tanto tiempo en un mismo corazón sin que la razón y la conciencia de aquel que los posee así lo quiera constantemente y así lo acepte, y ese arrepentimiento que dice sentir en un momento determinado y fijado de antemano me resulta un poco difícil de imaginar y de concebir.

Yo no sigo la escuela de Pitágoras cuando dice que los hombres reciben un alma nueva cuando se acercan a las imágenes de los dioses para acoger sus oráculos. A menos que haya querido decir, justamente, que es preciso que esa alma sea una extraña, nueva y prestada para ese momento puesto que su alma corriente muestra tan pocas señales de purificación y de limpieza dignas de esa ceremonia.

Éstos obran de modo totalmente contrario a los preceptos estoicos, que nos ordenan que corrijamos las imperfecciones y los defectos que reconocemos en nosotros, pero nos prohíben que eso nos apene y nos entristezca. Éstos nos hacen creer que, por dentro, sienten una gran pena y un gran remordimiento. Pero, no dan muestras de nada. Y, sin embargo, no hay cura si no se libra uno del mal. Si el arrepentimiento pesara en el platillo de la balanza, vencería al pecado. No veo otra cualidad tan fácil de simular como la devoción, si no se adaptan a ella las costumbres y la vida: su esencia es abstrusa y permanece oculta; las apariencias son fáciles y aparentes.

En cuanto a mí, puedo desear de una manera general ser diferente; puedo condenar y sentir disgusto por mi forma de ser en general y suplicar a Dios por mi completa reforma y para que disculpe mi debilidad natural. Pero a eso creo que no debo llamarlo arrepentimiento, no más que el disgusto de no ser ni un ángel ni Catón. Mis acciones están bien ordenadas con lo que soy y con mi condición. Yo no puedo hacer más. Y no es el arrepentimiento el que corresponde propiamente a las cosas que no están en nuestro poder, sino la pena. Imagino una infinidad de naturalezas más altas y mejor ordenadas que la mía; sin embargo, no por ello mejoro mis facultades; del mismo modo que ni mi brazo ni mi espíritu se hacen más vigorosos porque pueda concebir otros que sí lo sean. Si imaginar y desear una conducta más noble que la nuestra produjera el arrepentimiento de la nuestra, tendríamos que arrepentirnos de nuestras acciones más inocentes: porque vemos muy bien que, en el ser de una naturaleza más eminente que la nuestra, habrían sido hechas con una mayor perfección y dignidad; y nos gustaría hacer otro tanto. Cuando examino los comportamientos de mi juventud y los comparo con los de mi vejez, encuentro que habitualmente los he dirigido con orden, según mi criterio: hasta ahí alcanzan mis fuerzas. No me adulo: en circunstancias semejantes, yo sería siempre igual. No es una mancha sino más bien un tinte general el que me mancha. No conozco arrepentimiento superficial, mediano ni de ceremonia. Debe alcanzarme por todas partes antes de que lo llame así, y debe pellizcarme las entrañas y afectarlas con la misma profundidad con la que me ve Dios, y de un modo igual de completo.

En lo que respecta a los negocios, se me han escapado muchas oportunidades, a falta de una buena dirección. Sin embargo, mis decisiones fueron acertadas, según los casos que les presentaban; mi manera de actuar consiste en tomar partido siempre por lo más fácil y lo más seguido. Me parece que en el momento de mis deliberaciones pasadas, según mi regla, procedí con prudencia en función del estado del asunto que me proponían; y haría otro tanto, de aquí a mil años, en circunstancias semejantes. No considero cómo está ese asunto en el momento actual, sino cómo estaba cuando yo lo examiné.

El valor de todo proyecto depende del tiempo: sus ocasiones y materias ruedan y cambian sin cesar. En mi vida he cometido algunos errores graves e importantes, no por falta de buen juicio, sino por falta de suerte. Hay partes secretas e imprevisibles en los asuntos que tratamos, sobre todo en lo concerniente a la naturaleza de los hombres, factores mudos, que no aparecen, ignorados, a veces, incluso por el propio sujeto, y que se manifiestan y despiertan bajo el efecto de algún suceso. Si mi previsión no ha podido descubrirlos y profetizarlos, no se lo reprocho: su función se mantiene dentro de sus límites; el acontecimiento me vence; y, si favorece al partido que he rechazado, ya no hay remedio; no la tomo conmigo: acuso a mi suerte, no a mi obra: a eso no se le llama arrepentimiento.

Foción había dado a los atenienses cierto consejo que ellos no siguieron. Pero como el asunto se desarrollaba de forma favorable, contra su opinión, alguien le dijo: «“¡Y bien, Foción! ¿Estás contento de que la cosa vaya tan bien?” “Estoy muy contento ―dijo él― de que haya ocurrido esto, pero no me arrepiento de haber aconsejado lo otro”». Cuando mis amigos se dirigen a mí para que les aconseje, lo hago con toda libertad y claridad, sin que me detenga (como ocurre con casi todo el mundo) el hecho de que, puesto que la cosa está sujeta al azar, puede ocurrir lo contrario de lo que yo presiento, en virtud de lo cual podrían reprocharme mi consejo: no me preocupo por eso. Pues se equivocarán, y yo no debía negarles ese favor.

En lo que respecta a mis faltas y mis fracasos, apenas tengo ocasión de tomarla con alguien más que conmigo. Pues, en realidad, rara vez recurro a los consejos de los demás, a no ser por una cortesía puramente formal, salvo cuando necesito una información precisa o el conocimiento del hecho en cuestión. Más en las cosas en las que sólo tengo que emplear el juicio, las razones ajenas pueden servir para apoyarme, pero no para desviarme. Yo las escucho todas de un modo favorable y correcto; pero, si recuerdo bien, hasta este momento nunca he creído más que las mías. Para mí son sólo moscas y átomos que distraen mi voluntad. Fortuna me paga dignamente. Si es verdad que no recibo consejos, menos aún los doy yo. Son pocos quienes solicitan mi consejo, pero todavía menos quienes lo creen cuando se los doy; y no conozco ninguna empresa pública ni privada a la que mi consejo haya enderezado y recuperado. Incluso aquellos a quienes el azar había llevado de alguna manera a recurrir a mi consejo se han dejado manejar con mucha mayor facilidad por cualquier otro cerebro. Como hombre al menos tan celoso de los derechos de mi reposo como de los de mi autoridad, prefiero que sea así: dejándome de lado, se actúa según la línea de conducta que profeso y que consiste en fijarme y contenerme en mí mismo: me resulta un placer no estar involucrado en los asuntos de los demás y estar liberado de su protección.

En todos los asuntos, cuando ya han pasado, sea como sea, lo lamento poco. Pues una idea me impide apenarme, y es que tenían que ocurrir así: ya están en el gran curso del universo y en el engranaje de las causas estoicas: vuestro pensamiento no puede, mediante el deseo y la imaginación, cambiar un sólo punto sin que todo el orden de las cosas se vea alterado de arriba abajo, tanto el pasado como el futuro.

Por lo demás, detesto ese arrepentimiento circunstancial que trae la edad. Aquel que decía antiguamente que le estaba agradecido a la edad por haberle librado de la voluptuosidad tenía una opinión distinta de la mía: yo nunca estaría agradecido a la impotencia por ningún bien que me pudiera hacer. «Nec jam tam aversa unquam videvitur ab opere suo providentia, ut debilitas inter optima inventa sit». En la vejez, nuestros apetitos escasean; una profunda saciedad se apodera de nosotros a continuación: en eso no veo nada que pertenezca a la conciencia; la tristeza y la debilidad nos inspiran una virtud blanda y catarrosa. No debemos dejarnos vencer hasta tal punto por los deterioros naturales como para que degenere nuestro juicio. La juventud y el placer no me impidieron en el pasado reconocer el rostro del vicio en la voluptuosidad; así la inapetencia que me traen los años no me impide tampoco reconocer el de la voluptuosidad en el vicio. Ahora que ya no estoy en esa edad, veo que es la misma que tenía en la edad más licenciosa, a no ser que se haya debilitado y haya empeorado al envejecer; y veo que si mi razón se niega en alguna medida a zambullirme en ese placer en interés de mi salud corporal, no lo hubiera hecho menos, en el pasado, en interés de mi salud espiritual. No la considero más valiente porque la vea fuera de combate. Mis tentaciones están tan rotas y mortificadas que no merecen que mi razón se les oponga. Sólo con tender las manos, las conjuro. Que vuelvan a ponerla frente a aquella antigua concupiscencia, y me temo que tendría menos fuerza para resistir su asalto de la que tenía en otros tiempos. No la veo juzgar nada de un modo distinto a como habría juzgado entonces; ni tampoco distingo en ella ninguna nueva luz. Por eso, si hay convalecencia, es una convalecencia tocada.

¡Qué remedio tan miserable, deber la salud a la enfermedad! No corresponde a nuestra desgracia cumplir ese oficio; sino el buen estado de nuestro juicio. No me mandan hacer nada con los males y las aflicciones, sino maldecirlas. Eso es para las personas que sólo se despiertan a latigazos. Pero mi razón tiene su curso más libre en la prosperidad. Está mucho más perdida y más ocupada cuando tiene que digerir los males que los placeres. Veo mucho más claro cuando el tiempo está sereno. La salud me aconseja más alegremente y también con mayor utilidad que la enfermedad. Avancé cuanto pude hacia mi enmienda y hacia una vida ordenada cuando podía disfrutarla. Me daría vergüenza y me sentiría contrariado si la miseria y la desgracia de mi decrepitud tuvieran que ser preferidas a mis buenos años, sanos, alegres, vigorosos, y si tuvieran que estimarme no por lo que fui, sino por lo que he dejado de ser. En mi opinión, es la vida feliz y no, como decía Antístenes, la muerte feliz la que hace la felicidad humana. No he pretendido atar de forma monstruosa el rabo de un filósofo a la cabeza y al cuerpo de un hombre perdido; ni hacer que este pobre extremo negara y desmintiera la parte más bella, completa y larga de mi vida. Quiero presentarme y dejarme ver uniformemente por todos lados. Si tuviera que volver a vivir, volvería a vivir como he vivido; y no lamento el pasado ni temo al futuro. Y, si no me engaño, en mi interior ha ocurrido como en el exterior. Uno de los principales motivos de agradecimiento que tengo a mi suerte es que el curso de mi estado corporal ha transcurrido de forma que cada cosa ha tenido lugar en su momento. He visto en él los tallos jóvenes, las flores y el fruto; y ahora veo su sequedad. Y eso es bueno, puesto que es natural. Soporto con mayor facilidad los males que me aquejan porque llegan en su momento, y así me ayudan a recordar la larga dicha de mi vida pasada.

De forma semejante, mi sabiduría puede muy bien ser del mismo tamaño en uno y otro tiempo, pero era capaz de acciones más hermosas, y era más graciosa, vigorosa, alegre, natural de lo que es actualmente: estancada, quejumbrosa, y pesada. Así que renuncio a esas enmiendas circunstanciales y dolorosas.

Dios tiene que rozarnos el corazón. Nuestra conciencia debe enmendarse por sí misma, con el apoyo de la razón, no mediante el debilitamiento de los apetitos. La voluptuosidad no es, en sí, ni pálida ni descolorida porque sea percibida por unos ojos legañosos y borrosos. Debemos amar la templanza por ella misma y por respeto a Dios, que nos la ha ordenado; lo mismo para la castidad; eso que nos traen los catarros y que debo a la influencia de mis cólicos no es ni castidad ni templanza. No podemos vanagloriarnos de despreciar y combatir la voluptuosidad si no la vemos, si la ignoramos, así como sus encantos, su fuerza y su belleza, la más atractiva. Yo conozco a una y otra edad: puedo hablar de esto. Pero me parece que en la vejez nuestras almas están sujetas a enfermedades e imperfecciones más molestas que en la juventud. Lo decía ya cuando era joven: entonces me increpaban con dureza porque no tenía barba en el mentón. Lo sigo diciendo ahora que mi barba gris me da derecho a ser creído. Llamamos «sabiduría» a nuestros caracteres difíciles, al desagrado por las cosas presentes. Pero, a decir verdad, no abandonamos los vicios tanto como los cambiamos y, en mi opinión, para peor. Además de un orgullo tonto y frágil, un parloteo aburrido, estos caracteres desagradables e insociables, y la superstición, y una preocupación ridícula por las riquezas cuando ya se ha perdido la capacidad de usarlas, encuentro en la vejez más envidia, injusticia y maldad. Nos pone más arrugas en el espíritu que en la cara; y no se ve ―o se ve rarísima vez― alma que al envejecer no huela a agrio y a moho. El hombre camina entero a su crecimiento y también hacia su declive.

Al considerar la sabiduría de Sócrates y muchas de las circunstancias de su condena me atrevería a creer que se prestó a ello un poco en connivencia, intencionadamente, en vista de que, con sus sesenta años, muy poco tiempo después tendría que sufrir el embotamiento de la rica dinamicidad de su espíritu y la turbación de su habitual lucidez.

¡Qué metamorfosis veo hacer a diario a la vejez en muchos de mis conocidos! Es una enfermedad poderosa y que se insinúa de forma natural e imperceptible. Por eso hay que hacer constantes esfuerzos y tomar enormes precauciones para evitar las imperfecciones con las que nos abruma o, al menos, para debilitar sus progresos. Siento que pese a todos los atrincheramientos que estoy edificando, ella me gana terreno, paso a paso. Resisto todo lo que puedo. En cualquier caso, estoy contento de que algún día se sepa desde qué altura he caído.

Tomado del libro «Sobre la vanidad y otros ensayos» (Valdemar, España, 2000).

Cervantes ensayista

«Cuando a requerimientos de una distinguida dama le declaré la otra tarde que yo escribía ensayos, ella lo tomó como una confesión o una disculpa, y con un gesto de inteligencia, bajando la voz, me dijo con simpatía: No importa, no importa.» A partir de esta anécdota, Augusto Monterroso pone en acto (y no sin humor) una definición del género ensayo y sugiere, de paso, al Cervantes prologuista como a uno de sus primeros cultures.

 «La palabra es nueva, pero la cosa es vieja… Las epístolas de Séneca a Lucilio son ensayos, vale decir, meditaciones dispersas, aunque en forma de epístolas». Estas citas de Francis Bacon las he tomado del estudio preliminar que Adolfo Bioy Casares puso como introducción a un volumen de ensayos ingleses seleccionados por Ricardo Baeza hace ya más de cincuenta años en la ciudad de Buenos Aires, cuando de esta ciudad irradiaba a toda Hispanomérica y España lo más sobresaliente de la literatura europea y estadounidense. Pues bien, Bacon, el segundo gran ensayista moderno después (en el tiempo) de Miguel de Montaigne, sabía perfectamente lo que afirmaba, pues no sólo Séneca estaba para demostrarlo, sino también, ahora que tenemos un concepto más preciso o más amplio del género, Plutarco, Aulo Gelio, Luciano de Samosata, Plinio el Joven o Diógenes Laercio en la antigüedad, y aún podrían citarse otros. Pero en efecto, la palabra que hoy usamos con el sentido en que lo hacemos no existía entonces, y tuvieron que pasar muchos siglos para que Montaigne —o el señor de la Montaña, como lo llamaba Quevedo— la inventara o le diera el significado que conserva hasta nuestros días en las preceptivas literarias.

Sin embargo, la pregunta que ahora confrontamos es la siguiente: el público, los nuevos posibles lectores, ¿saben en realidad de qué se trata? Mi experiencia me indica que no parece ser ése el caso. Cuando a requerimientos de una distinguida dama le declaré la otra tarde que yo escribía ensayos —yo pensaba hasta en el mío de una línea que antologa The Oxford Book of Latin American Essays[ref]El ensayo en cuestión se titula «Fecundidad», y dice: «Hoy me siento bien, un Balzac: estoy terminando esta línea».[/ref]—, ella lo tomó como una confesión o una disculpa, y con un gesto de inteligencia, bajando la voz, me dijo con simpatía: No importa, no importa. Entonces aprendí que aquella declaración necesita ir siempre acompañada de explicaciones acerca de lo que el ensayo no es: ni una tesis científica ni ninguna investigación encaminada a demostrar algo con lo que su autor accederá a tal o cual grado académico; o de aclaraciones, para dejar bien establecido que se trata de un género literario y no de simples intentos. Ensayo, sabe usted, un texto más o menos breve, muy libre, de preferencia en primera persona, sobre cualquier cosa, o acerca de equis costumbre o extravagancia de uno mismo o de los demás, escrito en tono aparentemente serio pero idealmente envuelto en un vago y ligero humor y, de ser posible, en forma irónica, y preferible si autoirónica, sin el menor afán de afirmar nada concluyente; y si de lo expresado en él se desprende cierta melancolía o determinado escepticismo respecto del destino humano, mejor; y si una digresión se desliza aquí o allá, mejor que mejor, pues la libertad de pasar de un punto a otro sin excusas ni rebuscamientos, y hasta de interrumpirse y olvidarse (o hacer como que uno se olvida) de por dónde va, puede ser lo que venga a dar al ensayo ese encanto parecido al que se desprende de una conversación inteligente; recurriendo a citas falsas, verdaderas o equivocadas, o invocando a amigos o señoras de sociedad que pueden existir en la realidad o no; o declarando incapacidades auténticas o fingidas; y por lo común escrito con un estilo perfecto pero que no se note o incluso que hasta parezca descuidado, o redactado por alguien que está más preocupado por otros asuntos, como quien lo hace para cumplir un requisito que no puede eludir; todo esto viene a ser una pequeña parte de lo que uno piensa que podría darle a aquella buena señora una mínima idea de lo que quiere dar a entender cuando se ve forzado a declarar que escribe ensayos, sin necesidad de añadir que también escribe cuentos y novelas para que esta misma señora lo tome a uno en serio y no pase sin más a otro tema o a cualquier tópico del momento como quien siente que ya cumplió con las buenas maneras; y tal vez por último, pero esto sí con extremo cuidado, animarse a decirle que, si quiere saberlo, aparte de cuanto de genial se conoce de él, entre otras gracias la de ser el inventor de la novela moderna, Cervantes es quizá también en nuestro idioma el primer ensayista moderno; y que para confirmar esta insólita aseveración no tiene sino que tomarse la molestia de ir a sus prólogos de las partes Primera y Segunda de Don Quijote de la Mancha, el de las Novelas ejemplares y el de Persiles y Sigismunda, en los que observará muy claramente gran parte de lo dicho aquí sobre este traído y llevado género, con la única advertencia de que ni por asomo se acerque a la Galatea, porque ése es otro asunto y, bueno, mejor ni hablar de él ni recurrir al socorrido principio de que la excepción confirma la regla.

Tomado del libro «La biblioteca del fabulador. Antología de ensayo» (UNAM, 2014).

Un presente en continua transición

En Cambio de época. Movimientos sociales y poder político, Maristella Svampa encara un análisis sobre la caída del modelo neoliberal en la Argentina e introduce una historicidad que resulta doble por implicar tanto al investigador como al tema que investiga. Por acá, una reseña del libro publicada en el suplemento ADN.

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La relación entre fenómeno y teoría es siempre problemática. La pregunta sobre qué fue primero, si la realidad o la mirada del experto, no por ingenua resulta menos incómoda. Porque la respuesta canónica que sólo resulta visible aquello que las teorías permiten delimitar se hace más compleja en el caso de las ciencias sociales. Aunque, más allá del principio de incertidumbre, puede argumentarse que un asteroide no cambia de rumbo al ser observado, está claro que no puede decirse lo mismo sobre los seres humanos. Y, evidentemente, algo cambia también en el investigador.

Esta especulación viene al caso ante la lectura de Cambio de época. Movimientos sociales y poder político , una valiosa recopilación de artículos de Maristella Svampa, investigadora del Conicet y de la Universidad Nacional de General Sarmiento. El fenómeno de los cortes de ruta y los cacerolazos que calentaron el fin del menemismo e hicieron estallar el gobierno de Fernando de la Rúa se convirtió en foco de atención académica y, a partir de ellos, el área de estudios de los movimientos sociales ganó un espacio importante.

En este sentido, el propio experto queda subsumido, como los sujetos de investigación, en una ola histórica: ese cambio de época al que alude el título del libro. Ese cambio tiene que ver con la crisis del modelo neoliberal que dominó el país y el mundo hasta fines de los años 90, y que constituye el núcleo de la primera parte de la recopilación.

La investigadora se pregunta si los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández representan una ruptura o una continuidad. Revisa entonces sus políticas hacia fuera y hacia adentro para concluir que, pese a medidas prometedoras, no se ha promovido una discusión acerca del modelo de «desarrollo», término cuyas «complejas dimensiones» -sociales, ambientales, económicas y tecnológicas- todavía no se han explorado.

Svampa no teme trabajar con la actualidad más inmediata. Sus análisis sobre las protestas de los ahorristas del «corralito», de los padres de Cromañón o del pueblo de Gualeguaychú abren posibilidades de examen que exceden la cátedra, como se pone de manifiesto también en su trabajo sobre la relación de las clases medias con los piqueteros o ante el conflicto con el campo.

En una tradición que empalma de manera magnífica con la de la intelectualidad latinoamericana, rigurosa y comprometida políticamente,Cambio de época traza posibles derroteros para orientar la discusión pública sobre conflictos clave del presente.

En contra de la felicidad

Ricardo Coler, autor entre otros del libro Felicidad obligatoria y jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, escribe estas líneas sobre la felicidad como un precepto que puede resultar contraproducente.

La felicidad es una de las ideas más terribles y acosadoras de nuestra época. Hay que ser feliz para no ser un fracasado. Es una obligación. Si uno no es feliz es porque en algo se está equivocando. Sin embargo no queda claro qué es una persona feliz. ¿Alguien que está todo el tiempo sonriendo, contento consigo mismo, absolutamente tranquilo? No creo que eso sea conveniente para el género humano. El hombre no viene preparado para la felicidad, es anti fisiológica. Si todo el mundo hubiera sido feliz la humanidad tendría una historia en la que nunca hubiera pasado nada. Dudo que los artistas, científicos y políticos que marcaron nuestra manera de pensar se hayan definido a sí mismos como tranquilos y felices.

La felicidad está de moda. Pero hubo otro momento en que lo primordial era lograr un objetivo, hacer lo que uno quería, realizar una idea. ¿Por qué protesto contra la felicidad? Porque me desagradan las formas de alcanzar la felicidad absoluta. Es un proyecto individual que necesita cerrar los ojos a lo que pasa alrededor. Por eso digo que no es conveniente para los hombres. Sólo es posible ser feliz si uno es tonto, egoísta o necio. Me dan miedo los que siempre están contentos. Me resultan peligrosos, me ponen tenso.

Hay quienes aseguran que el amor y los hijos equivalen a la felicidad. Pero nadie que haya estado enamorado o que tenga hijos puede decir que eso es la felicidad constante. Mejor terminar con la idealización de la pareja y de la relación entre padres e hijos. Aliviaría a las familias. Evitaría la exigencia de que el otro nos haga feliz, pase lo que pase y cueste lo que cueste.

Los padres o las parejas constantemente contentos dan un poco de vergüenza. Es como si vivieran en otro mundo. La felicidad no es el éxito ni el goce permanente ni un estado de ensueño. Sentirse pleno todo el tiempo es insoportable. Son saludables, en cambio, las sensaciones como desear, querer, amar, interesarse, pensar, alegrarse, divertirse y distraerse. También ser feliz, pero por un rato, de vez en cuando.

No más mentiras

Van quedando los últimos días para subir obras al Premio Heterónimos de Ensayo, que cierra su convocatoria el 17/06. Mientras tanto, les dejamos un fragmento de «No más mentiras. Sobre algunos relatos de verdad en arte (y en literatura, cine y teatro)» un ensayo de David G. Torres por el que ganó el Premio Escritos sobre Arte de la Fundación Arte y Derecho, y en el que escribe sobre episodios en la vida de distintos artistas para hablar sobre el arte en términos de verdad y de ficción.

No más mentiras 2El profesor, comisario y crítico David G. Torres presenta en No más mentiras. Sobre algunos relatos de verdad en arte (y en literatura, cine y teatro) una curiosa tesis: en los últimos años, el arte tiende a reflejar la verdad, ante la imposibilidad de seguir generando ficción. Para exponer esta teoría, G. Torres se vale de episodios sueltos de la vida de creadores tan dispares como Andy Warhol -y su famosa vídeo en el que aparece comiéndose una hamburguesa-, Chris Burden -que reproducimos aquí-, Enrique Vila-Matas o Lars von Trier. Prologado por Elena Vozmediano y publicado por Trama Editorial, el ensayo ha ganado el Premio Escritos sobre Arte de la Fundación Arte y Derecho.

Un camión

En 1977 Chris Burden compró un camión con remolque de más de siete toneladas de peso. Lo vio a la venta por primera vez probablemente a principios de otoño del mismo año en Los Ángeles. Es extraño enamorarse de un camión, pero lo suyo fue amor a primera vista: quedó prendado del vehículo y quiso comprarlo. Aunque le perdió la pista, pronto se lo volvió a cruzar circulando con el cartel de «en venta». Contactó con el vendedor y, tras negociar el precio, finalmente lo adquirió.

Tener un gran camión no es algo fácil. La primera dificultad con la que Chris Burden tuvo que enfrentarse fue que no tenía un carnet adecuado para poder conducir un vehículo de semejantes dimensiones. Si la policía le paraba y le pedía la licencia podía tener problemas legales. Aunque no sería la primera vez que se enfrentaba a problemas con la policía. Por ejemplo, en 1972 llevó a cabo la acción «Deadman». Consistía en quedarse tumbado en la calle, en la calzada, al lado de un coche, cubierto con una manta, como un hombre muerto. Chris Burden contaba con el peligro físico al que se exponía, ser atropellado. Pero en una entrevista para un reportaje sobre su obra en 1989 confesaba que con lo que no contaba es con que la policía apareciese y le detuviese por conducta incorrecta en la vía pública enfrentándose a una sanción considerable. Su nuevo camión también podía suponer un problema de conducta en la vía pública. Y la cuestión de la licencia inapropiada no era el único dilema al que se enfrentaba con el recién adquirido vehículo. El estado de la máquina no era precisamente óptimo: por ejemplo, los frenos no funcionaban correctamente. Ni que decir tiene que tampoco era un trasto fácil de manejar ni de aparcar. Mantenerlo aparcado en la calle era un aspecto que requería destreza (para maniobrar con él) y paciencia (para encontrar aparcamiento y moverlo diariamente a zonas permitidas). El hecho de tener un camión conllevaba riesgos, algo a lo que Chris Burden se había enfrentado en casi todas sus obras, también era todo un trabajo. No parecía casual entonces que el remolque del camión llevase un gran rótulo con un mensaje escrito: «Big job».

Todo un curro, que además se añadía a una situación personal y profesional difícil. Por un lado, la relación con su galería se había complicado a causa de unas obras que no habían conseguido vender, lo que afectaba también a su solvencia económica. Por otro, acababa de romper con su pareja. ¿Para qué quería Chris Burden un camión que parecía ser todo un inconveniente?

El camión le tenía que servir para tener más trabajo. Pensó varios proyectos a propósito del enorme trasto. Proyectos que iban desde hacer una acción con él en la frontera de Méjico con EE.UU, hasta convertir el vehículo en una factoría móvil. En este último caso, haría del camión un espacio de trabajo en el que insistir en el arte como un hecho de comunicación. De esta forma, pretendía evitar también el espacio de legitimación artística de la galería y las inauguraciones como hecho social. En una entrevista realizada por Jorge Luis Marzo en 1996 con motivo de la exposición de Chris Burden en el Centre d’Art Santa Mònica, el artista americano insistía en describir las acciones de los años setenta como un intento por «redefinir cual era la esencia del arte, si la había, más allá de todos los mecanismos que lo rodeaban en aquel momento». Es decir, que el camión como factoría ambulante podía responder a ese interés por despojar al arte de sus mecanismos de validación: hacer proyectos que fuesen de arte sin formar parte de la estructura de galerías, coleccionistas, museos, etc.

En 1971 Ant Farm, también había desarrollado un proyecto en el que coincidían algunos de los mismos intereses: «Media Van», una furgoneta de aspecto futurista cuyo objeto era recorrer EE.UU. para retransmitir televisión en directo y llevar a cabo proyectos relacionados con los medios de masas. Ant Farm era un grupo de San Francisco formado por arquitectos y activistas, así que, en principio, no estaban inscritos en el mismo sistema del arte al que, aunque quisiese aislarse, Chris Burden pertenecía de lleno y, de manera consecuente, tampoco estaban tan preocupados por redefinir cual era la esencia del arte. Chip Lord, uno de los miembros de Ant Farm, decía en una conversación con el artista francés Pierre Huyghe: «We were trained as architects, it’s really, in a sense, how an architect works as well. […] We began as «underground architects». It means that we have to invent the projects ourselves and not wait for a client to knock the door… But we thought ourselves as outsiders, we were out of the architectural practice, we weren’t really in the art world either».

Pero, en 1975 en una acción de Ant Farm había una referencia explícita al deseo por forzar los límites de la definición del arte, que viene a manifestar unos intereses comunes entre el grupo de San Francisco y Chris Burden. La acción quedó registrada en una película que lleva por título «The eternal frame», firmada en colaboración como Ant Farm & T.R. Uthco. El grupo al completo lo formaban: Doug Hall, Chip Lord, Doug Michels y Jody Procter. «The eternal frame» documentaba la reconstrucción o reactuación -reenactment- del asesinato del presidente de EE.UU. John F. Kennedy en las calles de Dallas en 1963. Doug Hall interpretaba al presidente, mientras que Doug Michels se travestía en Jacqueline Kennedy. Ambos, más el gobernador de Texas, John Bowden Connally Jr., herido también en el magnicidio, y otros miembros de seguridad ensayan el reenactment. Más tarde se pasean por las calles de Dallas en un coche Continental idéntico al del día del asesinato y, en medio de las caras de sorpresa de los transeúntes, vuelven a matar figuradamente a JFK. A continuación Kennedy y Jacqueline acuden al The Sixth Floor Museum dedicado a la memoria del presidente asesinado y a todo lo relacionado con el magnicidio. Allí, la falsa familia presidencial renacida en 1975, saluda a los asistentes, aunque, inmediatamente son conminados a abandonar las salas del museo. El documental también incluye imágenes del estreno del film, una declaración y una breve entrevista a The Artist/The President -así es siempre calificado Doug Hall disfrazado de presidente en el documental. En esa entrevista, entre bromas, en un tono medio jocoso, medio serio, medio burlesco, uno de los miembros de Ant Farm & T.R. Uthco le pregunta si cree que lo que están haciendo, el documental y el reenactment, es arte. La respuesta de The Artist/The President es: «This is not not art».

«This is not not art» es una doble negación que no asegura que lo que está sucediendo sea arte, pero tampoco cualquier otra cosa. Ant Farm también tensaba la definición del arte.

En la misma conversación entre Pierre Huyghe y Chip Lord, éste cuenta que: «Within the context of that moment -1975- there was the turning away from the gallery system, or of the commodity that is art» . Más recientemente, pregunté a Chip Lord por la coincidencia de intereses entre las declaraciones de The Artist/The President en «The Eternal Frame» y la puesta en marcha de una furgoneta/proyecto en «Media Van» con «Big Wrench» de Chris Burden y su interés por repensar la definición del arte. Chip Lord admitía la coincidencia, que ambos trabajaban con las mismas ideas, que se trataba de ideas que estaban en el aire: «I actually was double billed with Chris in 1982 or 83 when he performed «Big Wrench» and the video, I think, was part of a La Mamelle series that I was included in, so I’m familar with the piece. I think of it as an obsessive mixing of Life and Art with the idea of «the Curse» cooming over. At the time I didn’t think of it as being connected or influenced by Ant Farm, but this is interesting to think about. It could just be the cultural moment, ideas that are in the air, or it could be more specific» . Efectivamente, algunos vídeos de Ant Farm se mostraron conjuntamente con vídeos de Chris Burden hacia 1982 o 1983 en las programaciones de La Mamelle, un non-profit y artists space de San Francisco, activo desde 1975 hasta 1995. En todo caso, vale la pena destacar que la idea de romper la distinción del arte (o la arquitectura) estaba en el aire.

No más mentirasEl «Media Van» de Ant farm también era un proyecto ambulante como más tarde querría realizar Chris Burden con el camión. Pero, a Chris Burden se le acumulaban los problemas con aquel trasto. Tuvo que posponer indefinidamente los proyectos que había pensado hacer con él, que finalmente quedaron como iniciativas no realizadas. Y al poco tiempo, dadas las dificultades que suponía su mantenimiento, decidió poner en venta el camión. Lo compró una familia que se trasladaba a Tennessee. Durante el trayecto a Tennessee, dado que el vehículo no estaba en el mejor de los estados, sufrieron un accidente. A pesar de que Chris Burden asegura que todos los papeles de traspaso de nombre del camión estaban en regla, parece ser que el nuevo dueño no realizó los trámites administrativos adecuados. El caso es que la compañía de seguros demandó a Chris Burden y la policía le pidió explicaciones para que aclarase porqué poseía un camión que no conducía él mismo, o porqué tenía un camión sino era propietario de ninguna empresa de transporte, ni se dedicaba en general a la industria del transporte por carretera.

Salvados los últimos incidentes con la justicia y aunque se hubiese desecho del vehículo físicamente, este no había desparecido de su vida. Un tiempo más tarde, un coleccionista interesado por su historia y el camión quiso comprarlo como una obra de arte. Ahora el problema era que el camión había desaparecido, no había manera de encontrarlo y recuperarlo.

La furgoneta Media Van de Ant Farm también se perdió en 1972. En 2008, los miembros de Ant Farm rehicieron el Media Van y lo mostraron como si hubiese sido recuperado, encontrado como un hallazgo arqueológico en un silo de misiles de California. El reencuentro con Media Van lleva el título de «Ant Farm Media Van v.08 (Time Capsule)» y fue presentado en la exposición «The Art of Participation: 1950 to Now» en el San Francisco Museum of Modern Art. No era la primera vez que utilizaban el título o la idea de «Time capsule». El primer «Time Capsule» que realizaron se envió a la Bienal de París de 1969: «Electronic Oasis» era una caja de cartón con souvenirs de Houston, pero nada más llegar a París fue abierta y el contenido desapareció en tres días. En 1972 pusieron el mismo título a una nevera con objetos de la época para ser descubierta en 1984. En realidad, la nevera se abrió en 2000 en una ceremonia pública en el The Art Guys Museum de Houston. De igual manera, el recuperado «Ant Farm Media Van v.08 (Time Capsule)» de 1971, se abrió en 2008 para que el público introdujese objetos para que sea reabierto en 2030.

Pero Chris Burden no encontró el camión, tampoco lo ha rehecho, aunque sí hizo un último intento por recuperarlo, con el deseo de vendérselo al coleccionista. En 1979 editó un vídeo que lleva por título «Big Wrench». Éste fue el vídeo con el que compartío programación Ant Farm en las series de La Mamelle. En él aparece Chris Burden con una enorme llave para grandes tuercas mientras que en el fondo aparecen imágenes en movimiento de camiones, entre ellos una imagen fija en blanco y negro de «Big job». Durante los 15 minutos que dura el vídeo, Chris Burden explica sin ningún tipo de afectación, ni modulación, ni énfasis, en un discurso monótono, la historia del camión y acaba haciendo un llamamiento para que sea encontrado.

Eliminando las referencias a otras obras de Chris Burden como «Dead man» y a los proyectos de Ant Farm, en el vídeo explica la misma historia que he relatado aquí. Sólo que el artista dentro de esa monotonía del discurso se fija en todos los detalles. Como si el deseo por dar veracidad a los hechos no sólo le exigiese no modular y no hacer énfasis, sino también ser preciso y explicar el peso del camión, el precio por el que se vendía, por el que lo compró y por el que lo vendió, los nombres del dueño anterior y el posterior, el nombre del coleccionista, así como todas las particularidades técnicas y estéticas del camión. El deseo por dar veracidad a la historia es intenso y explícito. Hay un último aspecto que llama la atención en el vídeo. Sin que la narración se detenga, cada cierto tiempo (pueden ser treinta segundos o un par de minutos) aparece una imagen fija, con Chris Burden de pie, encorvado, esta vez sin imagen de fondo, en un plano más avanzado, no vemos la cabeza, sólo los brazos extendidos hacia abajo sujetando firmemente la llave para tuercas. A la altura de la llave aparecen sobreimpresionadas en verde dos palabras: TRUE STORY.

Este es el relato del porqué es importante señalar que es una story -una historia, no la historia- y es true -verdad.

El hijo pródigo

«La más exacta de las definiciones del ensayo, así como la menos satisfactoria, es la siguiente: un texto en prosa corto, o no tan largo, que no cuenta una historia.» Así define Susan Sontag a la ensayística, en este prólogoThe best American essays. Y, aunque en su texto prefiere no hablar de género, diserta con claridad y lucidez sobre el ensayo y sus mecanismos.

Supongo que debo empezar por hacer una declaración de interés.

Los ensayos ingresaron en mi vida de lectora precoz y apasionada de una manera tan natural como lo hicieron los poemas, los cuentos y las novelas. Estaba Emerson al igual que Poe, los prefacios de Shaw al igual que sus obras teatrales, y un poco después los Ensayos de tres décadas de Thomas Mann, y «La tradición y el talento individual» de T.S. Eliot en paralelo con La tierra baldía y Los cuatro cuartetos, y los prefacios de Henry James al igual que sus novelas. Un ensayo podía ser un acontecimiento tan transformador como una novela o un poema. Uno terminaba de leer un ensayo de Lionel Trilling o de Harold Rosenberg o de Randall Jarrel o de Paul Goodman, para mencionar apenas unos cuantos nombres norteamericanos, y pensaba y se sentía diferente para siempre.

Ensayos con el alcance y la elocuencia de los que menciono son parte de la cultura literaria. Y una cultura literaria -esto es, una comunidad de lectores y escritores con una curiosidad y una pasión por la literatura del pasado- es justamente lo que no se puede dar por sentado en la actualidad. Hoy es más frecuente que un ensayista sea un ironista dotado o un tábano, que un sabio.

El ensayo no es un artículo, ni una meditación, ni una reseña bibliográfica, ni unas memorias, ni una disquisición, ni una diatriba, ni un chiste malo pero largo, ni un monólogo, ni un relato de viajes, ni una seguidilla de aforismos, ni una elegía, ni un reportaje, ni…

No, un ensayo puede ser cualquiera o varios de los anteriores.

Ningún poeta tiene problemas a la hora de decir: soy un poeta. Ningún escritor de ficción duda al decir: estoy escribiendo un cuento. El «poema» y el «cuento» son formas y géneros literarios todavía relativamente estables y de fácil identificación. El ensayo no es, en ese sentido, un género. Por el contrario, «ensayo» es apenas un nombre, el más sonoro de los nombres que se da a una amplia variedad de escritos. Los escritores y los editores suelen denominarlos «piezas». No se trata solamente de la modestia o de la informalidad de los norteamericanos. Una cierta actitud defensiva rodea en la actualidad la noción de ensayo. Y muchos de los mejores ensayistas de hoy se apresuran a declarar que su mejor trabajo ha de encontrarse en otro lugar: en escritos que resultan más «creativos» (ficción, poesía) o más exigentes (erudición, teoría, filosofía).

Concebido con frecuencia como una suerte de precipitado a posteriori de otras formas de escritura, el ensayo se define mejor por lo que también es -o por lo que no es. El punto lo ilustra la existencia de esta antología, ahora en su séptimo año. Primero fueron Los mejores cuentos norteamericanos. Luego, alguien preguntó si no podríamos tener también Las mejores piezas cortas -¿de qué?- de no ficción. La más exacta de las definiciones del ensayo, así como la menos satisfactoria, es la siguiente: un texto en prosa corto, o no tan largo, que no cuenta una historia.

Y sin embargo se trata de una forma muy antigua -más antigua que el cuento, y más antigua, cabría sostenerlo, que cualquier narración de largo aliento que pueda llamarse en propiedad una novela. La escritura ensayística surgió en la cultura literaria de Roma como una combinación de las energías del orador y del escritor de cartas. No sólo Plutarco y Séneca, los primeros grandes ensayistas, escribieron lo que llegó a ser conocido como ensayos morales, con títulos como «Sobre el amor a la riqueza», «Sobre la envidia y el odio», «Sobre el carácter de los entrometidos», «Sobre el control de la ira», «Sobre los muchos amigos», «Sobre cómo escuchar discursos» y «Sobre la educación de los niños» -esto es, prescripciones confiadas de lo que han de ser la conducta, los principios y la actitud-, sino que asimismo hubo ensayos, como el de Plutarco sobre las costumbres de los espartanos, que son puramente descriptivos. Y su «Sobre la malicia de Herodoto» es uno de los ejemplos más tempranos de un ensayo dedicado a la lectura cuidadosa del texto de un maestro: es decir, lo que llamamos crítica literaria.

El proyecto del ensayo exhibe una continuidad extraordinaria, que casi se prolonga hasta el día de hoy. Dieciocho siglos después de muerto Plutarco, William Hazlitt escribió ensayos con títulos como «Sobre el placer de odiar», «Sobre los viajes emprendidos», «Sobre el amor a la patria», «Sobre el miedo a la muerte», «Sobre lo profundo y lo superficial», «La prosa de los poetas» -los tópicos perennes-, así como ensayos sobre temas sesgadamente triviales y reconsideraciones de grandes autores y sucesos históricos. El proyecto del ensayo inaugurado por los escritores romanos alcanzó su clímax en el siglo XIX. Virtualmente todos los novelistas y poetas decimonónicos prominentes escribieron ensayos, y algunos de los mejores escritores del siglo (Hazlitt, Emerson) fueron principalmente ensayistas. Fue también en el siglo XIX cuando una de las transposiciones más familiares de la escritura ensayística -el ensayo disfrazado de reseña bibliográfica- obtuvo su lugar de privilegio. (La mayoría de los ensayos importantes de George Eliot fueron escritos como reseñas bibliográficas en el Westminster Review.) Al tiempo que dos de las mejores mentes del siglo, Kierkegaard y Nietzsche, podrían considerarse practicantes del género -más conciso y discontinuo en el caso de Nietzsche; más repetitivo y verboso en el de Kierkegaard.

Por supuesto que calificar de ensayista a un filósofo es, desde el punto de vista de la filosofía, una degradación. La cultura regentada por las universidades siempre ha mirado el ensayo con sospecha, como un tipo de escritura demasiado subjetiva, demasiado accesible, a duras penas un ejercicio en las bellas letras. El ensayo, en tanto contrabandista en los solemnes mundos de la filosofía y de la polémica, introduce la digresión, la exageración, la travesura.

23 Mar 1979 --- Susan Sontag is an American "new intellectual," writer, and commentator on modern culture. She has published essays, novels, and short stories, and written and directed films. Her work on experimental art in the 1960s and 1970s and on a variety of societal issues has had a great impact on American culture. --- Image by © Sophie Bassouls/Sygma/Corbis

Un ensayo puede tratar el tema que se quiera, en el mismo sentido en que una novela o un poema pueden hacerlo. Pero el carácter afirmativo de la voz ensayística, su ligazón directa con la opinión y con el debate de actualidad, hacen del ensayo una empresa literaria más perecedera. Con unas cuantas excepciones gloriosas, los ensayistas del pasado que sólo escribían ensayos no han sobrevivido. En su mayor parte, los ensayos de otros tiempos que todavía interesan al lector educado pertenecen a escritores que no importaban de antemano. Uno tiene la oportunidad de descubrir que Turgueniev escribió un inolvidable ensayo-testimonio contra la pena capital, anticipándose a los que sobre el mismo tema escribieron Orwell y Camus, porque tenía presente a Turgueniev como novelista. De Gertrude Stein nos encantan «Qué son las obras maestras» y sus Conferencias sobre América porque Stein es Stein es Stein.

No es sólo que un ensayo pueda tratar de cualquier cosa. Es que lo ha hecho con frecuencia. La buena salud del ensayo se debe a que los escritores siguen dispuestos a entrarle a temas excéntricos. En contraste con la poesía y la ficción, la naturaleza del ensayo reside en su diversidad -diversidad de nivel, de tema, de tono, de dicción. Todavía se escriben ensayos sobre la vejez o el enamoramiento o la naturaleza de la poesía. Pero también los hay sobre la cremallera de Rita Hayworth o sobre las orejas de Mickey Mouse.

A veces el ensayista es un escritor que se ocupa más que todo de otras cosas (poesía y ficción), que también escribe… polémicas, versiones de viajes, elegías, reevaluaciones de predecesores o rivales, manifiestos de autopromoción. Sí. Ensayos.

A veces «ensayista» puede no ser más que un eufemismo solapado para «crítico». Y, claro, algunos de los mejores ensayistas del siglo XX han sido críticos. La danza, por ejemplo, inspiró a André Levinson, a Edwin Denby y a Arlene Croce. El estudio de la literatura ha producido una vasta constelación de grandes ensayistas -y aún los produce, a pesar del acaparamiento que sobre los estudios literarios ha hecho la academia.

A veces el ensayista es un escritor difícil que ha condescendido, felizmente, a la forma del ensayo. Habría sido deseable que otros de los grandes filósofos, pensadores sociales y críticos culturales europeos de comienzos del siglo XX hubieran imitado a Simmel, Ortega y Gasset, y Adorno, los cuales probablemente se leen hoy con placer apenas en sus ensayos.

La palabra ensayo viene del francés essai, intento -y muchos ensayistas, incluido el más grande de todos, Montaigne, han insistido en que una seña distintiva del género es su carácter aproximativo, su suspicacia ante los mundos cerrados del pensamiento sistemático. No obstante, su rasgo más marcado es la tendencia a hacer afirmaciones de un tipo u otro.

Para leer un ensayo de la manera apropiada, uno debe entender no solamente lo que argumenta, sino contra qué o contra quién lo hace. Al leer ensayos escritos por nuestros contemporáneos, cualquiera aporta con facilidad el contexto, la polémica pública, el oponente explícito o implícito. Pero el paso de unas cuantas décadas puede dificultar en extremo este procedimiento.

Los ensayos van a parar a los libros, si bien suelen iniciar su vida en las revistas. (No es fácil imaginar un libro de ensayos recientes pero inéditos todos.) Así, lo perenne se viste principalmente de lo tópico y, en el corto plazo, ninguna forma literaria tiene un impacto de semejante fuerza e inmediatez sobre los lectores. Muchos ensayos se discuten, debaten y suscitan reacciones en un grado que a los poetas y escritores de ficción a duras penas les cabe envidiar.

Un ensayista influyente es alguien con un sentido agudizado de aquello que no se ha discutido (apropiadamente) o de aquello que se debería discutir (de una manera diferente). Con todo, lo que hace perdurar un ensayo no son tanto sus argumentos cuanto el despliegue de una mente compleja y una destacada voz prosística.

En tanto que la precisión y la claridad de los argumentos y la transparencia del estilo se consideran normas para la escritura del ensayo, a semejanza de las convenciones realistas, que se consideran normativas para la narración (y con la misma escasa justificación), el hecho es que la más duradera y persuasiva tradición de la escritura ensayística es la que encarna el discurso lírico.

Los grandes ensayos siempre vienen en primera persona. A lo mejor el autor no necesitará emplear el «yo», toda vez que un estilo de prosa vívido y lleno de sabor, con suficientes apartes aforísticos, constituye de por sí una forma de escritura en primera persona: piénsese en los ensayos de Emerson, Henry James, Gertrude Stein, Elizabeth Hardwick, William Gass. Los escritores que menciono son todos norteamericanos, y sería fácil alargar la lista. La escritura de ensayos es una de las virtudes literarias de este país. Nuestro primer gran escritor, Emerson, se dedicó ante todo a los ensayos. Y éstos florecen en una variedad de vertientes en nuestra cultura polifónica y conflictiva: desde ensayos centrados en un argumento hasta digresiones meditativas y evocaciones.

En vez de analizar los ensayos contemporáneos según sus temas -el ensayo de viajes, el de crítica literaria y otra crítica, el ensayo político, la crítica de la cultura, etcétera-, uno podría distinguirlos por sus tipos de energía y de lamento. El ensayo como jeremiada. El ensayo como ejercicio de nostalgia. El ensayo como exhibición de temperamento. Etcétera.

Del ensayo se obtiene todo lo que se obtiene de la inquieta voz humana. Enseñanza. Elocuencia feliz desplegada porque sí. Corrección moral. Diversión. Profundización de los sentimientos. Modelos de inteligencia.

La inteligencia es una virtud literaria, no sólo una energía o una aptitud que se pone atavíos literarios.

Es difícil imaginar un ensayo importante que no sea, primero que todo, un despliegue de inteligencia. Y una inteligencia del más alto orden puede ante sí y de por sí constituir un gran ensayo. (Valga el ejemplo de Jacques Riviére sobre la novela, o Prismas y Mínima moralia de Adorno, o los principales ensayos de Walter Benjamin y de Roland Barthes.) Pero hay tantas variedades de ensayo como las hay de inteligencia.

Baudelaire quería intitular una colección de ensayos sobre pintores, Los pintores que piensan. Es este punto de vista uno quintaesencial para el ensayista: convertir el mundo y todo lo que el mundo contiene en una suerte de pensamiento. En la imagen refleja de una idea, en una hipótesis -que el ensayista desplegará, defenderá o vilipendiará.

Las ideas sobre la literatura -al revés, digamos, de las ideas sobre el amor- casi nunca surgen si no es como respuesta a las de otras personas. Son ideas reactivas. Digo esto porque tengo la impresión de que usted -o la mayoría de la gente, o mucha gente- dice eso. Las ideas dan permiso. Y yo quiero dar permiso, por intermedio de lo que escribo, a un sentimiento, una evaluación o una práctica diferentes.

Esta es, en su expresión preeminente, la postura del ensayista.

Yo digo esto cuando usted está diciendo eso no sólo porque los escritores son adversarios profesionales; no sólo para enderezar la balanza o corregir el desequilibrio de una actividad que tiene el carácter de una institución (y la escritura es una institución), sino porque la práctica -y también quiero decir la naturaleza- de la literatura arraiga inherentemente en aspiraciones contradictorias. En literatura, el reverso de una verdad es tan cierto como esa verdad misma.

Cualquier poema o cuento o ensayo o novela que importe, que merezca el nombre de literatura, entraña una idea de singularidad, de voz singular. Pero la literatura -que es acumulación- entraña una idea de pluralidad, de multiplicidad, de promiscuidad. Todo escritor sabe que la práctica de la literatura exige un talento para la reclusión. Pero la literatura… la literatura es una fiesta. Una verbena, la mayor parte del tiempo. Pero fiesta, así y todo. Incluso a título de diseminadores de indignación, los escritores son dadores de placer. Y uno se convierte en escritor no tanto porque tenga algo que decir cuanto porque ha experimentado el éxtasis como lector.

Ahí van dos citas que he estado rumiando últimamente.

La primera, del escritor español Camilo José Cela: «La literatura es la denuncia del tiempo en que se vive”.

La otra es de Manet, quien en 1882 se dirigió a alguien que lo visitaba en su estudio de la siguiente manera: «Muévase siempre en el sentido de la concisión. Y luego cultive sus recuerdos; la naturaleza nunca le dará otra cosa que pistas -es como un riel que evita que uno se descarrile hacia la banalidad. Ha de permanecer usted siempre el amo y hacer lo que le plazca. ¡Tareas, nunca! ¡No, nunca hacer tareas!».

Genocidio y representación

En esta nota para la revista Ñ, Maristella Svampa, jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, escribe sobre la apropiación criolla sobre el indígena en una revisión crítica que va desde la representación fotográfica hasta la aculturación y el cientificismo. 

La entrevista de Cecilia Fiel, a propósito del ensayo “Indígenas en la Argentina. Fotografías 1860- 1970”, de Mariana Giordano, giraba en torno del concepto de “colonización de la imagen”. Giordano subrayaba la “mirada eurocéntrica”, en una “relación de subordinación”. Los indígenas retratados volverían a ser “capturados” por la foto.

El que tiene la cámara tiene el poder y cuando uno obtura el diafragma está ejerciendo un poder sobre la otra persona”, dice la nota de Ñ, retomando las palabras de la historiadora Mariana Giordano, quien publicara un libro en el cual estudia las fotografías tomadas a los pueblos indígenas en la Argentina, diseminadas en diferentes museos y casas de estudios de nuestro país y Europa.

Como insisten tantos antropólogos en nuestro país, la violencia genocida ejercida contra los indígenas a través de las diferentes campañas militares, entre 1879 y 1885, no significó su exterminio. Fueron muchos los que murieron en la contienda desigual, pero muchos otros fueron capturados y terminaron compulsivamente integrados a las economías regionales, como trabajadores estacionales, alternado esto con la vida de pequeños productores arrinconados en sus territorios; o bien, pasaron a formar parte de una fuerza de trabajo proletarizada en las ciudades. Otros fueron entregados como trofeos de guerra, como aparece relatado en Quilito , una novela de Carlos María Ocantos, que narra el reparto de indígenas capturados entre las familias prominentes de la oligarquía criolla, donde, como en un gran mercado de esclavos, se describen escenas desgarradoras en las cuales son separados marido y mujer, hermanos de hermanas y, “lo que es más monstruoso, más inhumano, más salvaje, al hijo de la madre”.

Ponerle rostro al “salvaje”

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la difusión de fotografías con retratos de indígenas apuntaló el discurso hegemónico de las elites criollas, que buscaba mostrar a los pueblos originarios como salvajes, bárbaros y opuestos a todo intento de civilización, aunque también éstas podían servir para una tarea más moralizante, a saber, como ejemplo de asimilación. Entre las increíbles historias que aparecen capturadas en fotografías, desde la mirada victoriosa de las elites políticas y científicas, hay dos que llaman la atención, por su enorme significación e impacto simbólico, pues muestran dos caras del genocidio más silencioso, a través de la aculturación y la apropiación.

Genocidio y representaciónUna de ellas es de Manuel Namuncurá, hijo del gran cacique Calfucurá. Si seguimos el análisis de Guillermo David en un provocativo ensayo titulado, El indio deseado. Del Dios Pampa al santito gay (2008), veremos que la distancia entre padre e hijo es enorme: Calfucurá fue el temido y celebrado cacique de origen araucano, quien hasta su muerte, impuso claros límites a la vocación expansiva de los sucesivos gobiernos criollos, desde Rosas hasta Avellaneda. Namuncurá, en cambio ilustra el momento posterior al genocidio, el del sometimiento a la cultura dominante. Convertido en hazmerreír de la elite porteña, será el vivo retrato del indígena vencido, del asimilado, quien entrega incluso tres de sus hijos a sus captores, entre ellos, a Ceferino, “para que los eduquen”. La última fotografía de Namuncurá vale más que mil palabras: con sus largos 97 años, ésta lo muestra de cuerpo entero, sin su bigote guerrero y su aro de cacique, luciendo el uniforme de coronel del ejército.

La otra foto emblemática es la de Damiana, una niña aché, de tres años, cuya familia fue exterminada por colonos de Sandoa, en Paraguay, en 1896. Unica sobreviviente, fue bautizada Damiana, ya que, según la liturgia cristiana, ése era el día de San Damián. La niña fue entregada por un antropólogo inglés a Alejandro Korn, el conocido médico y filósofo de La Plata, quien la llevó a la casa de su madre, en San Vicente, donde trabajó durante años como sirvienta. La historia de Damiana tiene todos los elementos de unthriller macabro y muestra como ninguna otra la articulación entre cientificismo, racialismo y poder. Como si fuera un mero objeto de estudio, la niña fue examinada por un reconocido antropólogo alemán, Robert Lehmann-Nitsche, quien como otros colegas suyos, pululaba por el Museo Antropológico de La Plata, donde se exhibían las grandes colecciones de huesos y esqueletos de los indígenas vencidos durante las campañas militares. Un museo único en el mundo en ese rubro siniestro, según me comentara alguna vez una reconocida antropóloga de La Plata… Con Damiana ya adolescente y enamorada, Lehmann-Nitsche, que continuaba con su registro etnográfico, quedó impactado por la naturalidad con la que abordaba la sexualidad, desafiando incluso el castigo de sus apropiadores. Al visitarla dos meses antes de su muerte, todavía en la residencia de los Korn, Lehman-Nitsche tomó una foto de la adolescente desnuda, cuya mirada triste se orienta tímidamente hacia la cámara. “¿Era antropológicamente imprescindible esa foto?”, ¿O ésta ilustra la obsesión del científico alemán, a quien sottovoce se lo apodaba “el erotólogo”?, se pregunta la escritora Alicia Dujovne Ortiz, de quien hemos retomado esta descripción.

Pero la apropiación no termina ahí: Damiana murió de tuberculosis con sólo 14 años, luego de ser encerrada en un hospicio, debido a su conducta sexual. Lehman-Nitsche se llevó su cuerpo al Museo de La Plata, lo descarnó, hizo serruchar su cabeza y la envió a la Sociedad Antropológica de Berlín, a fin de que fuera estudiada por otro científico, Hans Virchow, amigo suyo.

La increíble historia de Damiana fue reconstruida por la antropóloga Patricia Arenas y aparece reproducida en el libro publicado por el colectivo Guías, de la Universidad Nacional de La Plata, Antropología del genocidio, reeditado un año atrás. Desde hace tiempo dicho equipo, que integra la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en Argentina, viene realizando un trabajo ejemplar en la identificación y restitución de las “colecciones” de restos humanos del Museo de La Plata a las comunidades de pueblos originarios. Entre éstas, está la restitución de Damiana, cuyo esqueleto fue entregado a los sobrevivientes de la comunidad aché en 2010, en Paraguay y, finalmente, su cráneo, repatriado desde Berlín en 2012.

El pasado que vuelve

La actual política de restitución de restos nos interpela y dispara otras preguntas, no sólo acerca de la relación perturbadora entre ciencia, genocidio y poder, sino también sobre el lugar que los pueblos originarios tienen en la nación argentina y las pesadas deudas que el Estado acumula para con éstos.

Pero lo más inquietante es que estas preguntas coinciden con el retorno de la memoria larga: hoy, como ayer, los pueblos originarios aparecen instalados en territorios valorizados por el capital (megaminería, soja, petróleo, megaemprendimientos turísticos…).

En medio de tantos discursos grandilocuentes sobre los derechos humanos, la sombra del genocidio originario vuelve a cernirse en nuestro horizonte, para mostrar la realidad cruda del despojo, de la persecución y la criminalización, de la confiscación de los territorios, en nombre de los siempre repetidos modelos de progreso y desarrollo.

El lenguaje de la enfermedad

El caso de tres escritores -Daudet, Guibert, Brodkey-  que escriben la crónica de su propia muerte, le sirven al doctor Arnoldo Kraus para caracterizar una poética de la enfermedad, para hablar del registro del dolor, y de la importancia del lenguaje cuando se está cerca de la muerte. «Distraer a la muerte», dice en este ensayo, «es un arte. Algunas palabras lo logran, algunos enfermos lo consiguen.»

El lenguaje de la enfermedad nace cuando nace el ser humano. La enfermedad y la muerte son compañeros añejos, perpetuos e imprescindibles. Junto a la invención del lenguaje fue necesario crear términos que explicaran lo que las personas sentían cuando padecían o enfermaban. No siempre es fácil explicar lo que se siente cuando claudica la vida o duele el estómago. Los enfermos crean metáforas e inventan un lenguaje, su lenguaje. Quienes dicen que existe una poética de la enfermedad tienen razón. “Mi piel es como un vestido que se encoge”, comentó una enferma con esclerodermia generalizada. “Me rechinan mis zapatos”, expresó un campesino con diabetes. Una enferma con lupus eritematoso generalizado que tenía afectación neurológica en una extremidad anotó: “Mi pie se divorció de mí.” Interpretar esas sensaciones es un arte. Leer lo que escriben algunos autores acerca de sus padeceres y entremezclarlo con lo que dicen los enfermos deviene lenguaje de la enfermedad.

En En la tierra del dolor Alphonse Daudet (1840-1897) expone sus vivencias sobre la sífilis, enfermedad que contrajo cuando tenía diecisiete años. Daudet notó los primeros síntomas hacia 1884. A partir de entonces empezó a escribir en un cuaderno algunas notas, no hiladas, con un “orden desordenado”. En sus escasas páginas –55 en la versión en español– contagia desasosiego, temor y dolor. Contagiar dolor por medio de las letras no es sencillo. Se requiere primero vivirlo –que circule por la sangre– y después respirarlo hasta transformar la exhalación dolorosa en lenguaje. El libro fue publicado por su viuda hasta 1930. Aunque se desconocen las razones del “retraso” supongo que lo hizo para evitar la estigmatización tanto para su difunto esposo como para ella misma.

Algunas patologías, sobre todo las contagiosas, estigmatizan a las personas y a sus seres cercanos. La sífilis, la tuberculosis y la lepra eran, en el pasado, algo más que enfermedades. Eran una especie de tatuaje que laceraba y marcaba a los afectados. En ocasiones el rumor puede dañar tanto o más que la enfermedad. La estigmatización plantea un problema sociológico complejo. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida es un brete actual similar al de la sífilis, que afectó a algunos de los escritores franceses más famosos del siglo XIX, entre ellos Baudelaire, Flaubert y Maupassant. Muchos infectados eran, y son, señalados y maltratados. Incluso hoy en algunos países del primer mundo se denuesta en las escuelas a los hijos de personas enfermas de sida.

A pesar de que En la tierra del dolor está repleto de citas memorables, Daudet afirma que el dolor es enemigo del lenguaje: “Y además, ¿de qué sirven las palabras para todo aquello que se siente a fondo en el dolor (y también en la pasión)? Aparecen cuando todo ha acabado ya, se ha calmado ya. Nombran recuerdos estériles o mendaces.” Daudet vivía preso de una angustia desgarradora. Su cuerpo se fragmentaba mientras su alma se desmoronaba. En la época cuando contrajo la sífilis no había cura para la enfermedad ni remedios adecuados para mitigar el dolor.

Como parte de la aristocracia cultural a la que pertenecía consiguió que lo atendiera J.M. Charcot (1825-1893), celebérrimo neurólogo francés, profesor de anatomía patológica, fundador de la neurología moderna, experto en hipnosis e histeria. Su sabiduría y su éxito fueron enormes. Durante algún tiempo la literatura médica acuñó hasta quince epónimos relacionados con sus descubrimientos. En 1885, un año después de que la enfermedad empezara a demoler a Daudet, Charcot le informó que era imposible curarlo (la sífilis se convirtió en una infección potencialmente curable a mediados de la década de los cuarenta del siglo XX, época en que se empezó a utilizar la penicilina).

Entre el inicio clínico de la enfermedad –permaneció latente durante veintisiete años– y el dictamen médico (o la condena) de Charcot, transcurrió sólo un año. Daudet debió aguardar doce largos años plagados de dolor e incomodidades antes de morir. Las mermas físicas lo apabullaban. No encontraba consuelo. El dolor neuropático y la pérdida de la capacidad funcional, característicos de la sífilis, son una combinación atroz que derruye y disminuye la libido incluso de personas bien atildadas. Daudet no sabía de dónde sacar fuerza para seguir luchando: “Tener que estar echándole siempre fuerza de voluntad a las cosas más sencillas, más naturales, caminar, levantarse, sentarse, estar de pie, quitarse o volverse a poner el sombrero. ¡Es que es espantoso! En lo único en que no puede influir la voluntad es en el pensamiento y su movimiento perpetuo. Y sería, sin embargo, tan grato detenerse; pero qué va, la araña sigue y sigue, de día y de noche, sin tregua, sólo unas pocas horas, a golpe de cloral. Porque hace años y años que Macbeth mató el sueño.”

Muchas personas enferman más cuando el sueño se convierte en pesadilla en vez de compañero. Lo mismo sucede cuando la fatiga dilapida el ímpetu vital. Retomo un diálogo con un enfermo: “Poco queda de mí. La enfermedad me sepulta: un día, un dedo; el siguiente, la mano; mañana, ¿la vida? No logro pensar en ‘el futuro’: suficiente asfixia me produce saber que tardará mucho en llegar el nuevo día. Y después de ese día, las horas lentas de la tarde. Y después, el reloj que no avanza, el tictac nocturno que se atasca. Y la noche, siempre la noche. Las horas que nunca acaban son el demonio personificado. De noche el tiempo transcurre más lento. Ayer se detuvo. No siguió. No se movió. Y yo, aquí. Preso dentro de mí. Aguardando, siempre esperando: pastillas, la luz de la mañana, la visita del doctor, la llamada de la hija, la mano de alguien que me voltee, la mano de ese mismo alguien que me limpie, el dictamen del médico que afirme que todo acabará pronto, la enfermera que me rasure, la fuerza que falta, la voz que me autorice a despedirme, el soplo de vida que no llega. Entre nada y muy poco queda de mí.”

Cuando la sífilis no es tratada suele producir grandes problemas. La sífilis fue parteaguas en la vida de Daudet: sus vínculos hedónicos, consigo mismo y con las personas, se fracturaron cuando la espiroqueta empezó a trastocar su existencia. En el caso de Daudet la sífilis prosiguió hasta el estado tardío o terciario caracterizado por gran deterioro físico e invalidez. Como lo narra en su libro, fue víctima de dolores muy intensos e incapacitantes, sobre todo en huesos y articulaciones.

De acuerdo con varios testimonios, Daudet se sometió a todos los tratamientos asequibles. Primero utilizó mercurio –ignoro si tiene alguna eficacia sobre la espiroqueta–; después, a finales de la década de 1880, cuando la enfermedad prosiguió al estado terciario, fue víctima de tabes dorsalis, una forma de neurosífilis caracterizada, inter alia, por ataxia progresiva, destrucción de las grandes articulaciones (llamadas articulaciones de Charcot), alteraciones visuales, incontinencia, impotencia y episodios marcados por dolores muy intensos en cualquier parte del cuerpo. Como consecuencia de la infección, parálisis de los miembros inferiores.

Cuando apareció la neurosífilis acudió, aconsejado por expertos, a diversos balnearios donde la cura consistía en bañarse en lodo. Tiempo después utilizó la suspensión de Seyre, procedimiento recomendado por médicos de gran prestigio y que consistía en colgar al paciente durante varios minutos. Siguiendo las modas y los avances terapéuticos se sometió al tratamiento Brown-Séquard, basado en la aplicación de inyecciones intramusculares elaboradas de cobayas, las cuales producían grandes dolores, seguramente por el contenido aceitoso del producto. Tiempo después intentó la cura por medio de diversas dietas cuyos efectos negativos eran terribles. Daudet comentó que era preferible la muerte que los suplicios y las diarreas que producía la ingesta de las semillas o de los vegetales de las dietas.

Víctima de grandes dolores ingería o se inyectaba diversos remedios. Probó cloral, bromuro y morfina; como otras víctimas de dolores insoportables, utilizó cada vez más morfina hasta convertirse en dependiente. Huelga decir que los tratamientos fueron inútiles.

Mientras avanzaba la enfermedad Daudet se sentía cada vez más cansado. La fatiga lo mantenía postrado por mucho tiempo y le impedía realizar sus quehaceres. En muchas enfermedades crónicas la fatiga es un problema muy serio; incluso hoy, a pesar de los grandes avances farmacológicos, en algunos casos poco se puede hacer para remediar la fatiga. “Una noche más, una mañana más, un día más. Ya no puedo”, escribió una paciente antes de suicidarse.

Es fácil comprender el sufrimiento y la derrota de una persona como Daudet. Su vida pasada nunca regresaría: “Días enteros, largos días, en que no hay ya nada vivo en mí sino el padecer.” El agobio y la angustia se asociaban a los impedimentos físicos y a los dolores, pero también a la pérdida del placer, ya que, de acuerdo con sus propias palabras, en cuestiones sexuales fue “un auténtico villano”. Su vida sexual siempre fue muy activa. Se dice que frecuentaba a las queridas de sus amigos para cumplir sus fantasías sexuales. Para Daudet, la clausura del hedonismo fue sinónimo de una muerte prolongada. Poco a poco la vida escapó de sus manos. Poco a poco la muerte se apersonó.

Releo unas notas viejas en un cuaderno que me acompaña cuando veo enfermos. Algunas palabras son de ellos, otras son mías. Todas forman parte del discurso del dolor. Son el lenguaje de la enfermedad. Ante la inminencia de su muerte un paciente comentó: “Me agobia el tiempo que dedico a pensar en mi muerte; cuando estoy a solas imagino mi entierro, por la noche recuerdo los funerales de mis padres; mientras ingiero mis alimentos pienso que ya nunca probaré los mariscos que tanto me gustan. Intento convencerme y animarme para vivir bien los últimos días. Me digo: ‘Ocupa tus días en vivir, no en morir.’ Me respondo: ‘Mi vida fue muy bella, imposible desprenderme sin dolor.’ E intento convencerme: ‘Sí, así es, pero no tiene sentido desgastarte agregándole más dolor a la muerte que aún no llega.’ No encuentro consuelo. Repaso lo que pensaba acerca de la dignidad; me invade una profunda tristeza por no ceñirme a lo que tanto defendí. Me digo: ‘La muerte es mejor que las fracturas cotidianas; el final duele menos que el desmenuzamiento paulatino, imparable, sordo.’ Me quedo sin palabras.”

Es muy probable que Daudet haya sido un gran hedonista. Rodeado de grandes intelectuales, amigo de muchas de las queridas de sus amigos, buen escritor y amante de las bebidas alcohólicas, la sífilis fue una inmensa tragedia: “El dolor me oculta el horizonte, lo llena todo.” En su cuaderno de notas no escatima palabras para confrontar su tragedia: su vida le duele demasiado, las esperanzas son magras. La muerte, o al menos la imagen del final, no lo deja. Cuando todo parece estar perdido, la derrota se apodera de él: “Desde que sé que es para siempre –¡que no sea un para siempre muy largo, Dios mío!– me aclimato y escribo de vez en cuando estas notas con la punta de un clavo y unas cuantas gotas de mi sangre en las paredes del carcere duro.”

Aunque se ignora cuál era la idea original de Daudet al escribir las notas sueltas de La doulou –forma provenzal de la douleur es evidente que en el cuaderno, además de verterse y acompañarse, encontraba el sitio ideal para expresar sus miedos. Algunas personas escriben para atemperar el dolor. Otros lo hacen para reacomodarse a la “nueva vida” y algunos para darle voz a su cuerpo y su alma. Daudet, como tantos escritores y artistas, sabía que el dolor estaba ahí, pisándolo, persiguiéndolo, recortando su existencia. Si bien era imposible deshacerse de él, no lo era confrontarlo. Las palabras se convirtieron en su arma. Rebasadas las posibilidades médicas, las palabras pueden ser terapéuticas.

En ocasiones las letras pueden suplir a los médicos.

Al escribir Daudet se escuchaba: “Tengo que seguir andando para que se me pase el dolor.” Al recordar, se relacionaba con sus otros yos. Cuando tenía dieciséis años murió su hermano Henri. Su padre exclamó: “¡Ha muerto!, ¡ha muerto!” Años después Daudet confesó: “Mi primer Yo lloraba, pero mi segundo yo pensaba: ¡Qué tremendo alarido! ¡Quedaría fantástico en un escenario!” Esa anécdota encontró algunas palabras En la tierra del dolor: “Con una sombra a mi lado camino más tranquilo, de la misma forma que camino mejor si voy junto a alguien.” Finalmente Daudet transformó su padecer en su razón de vida: “En mi pobre carcasa que la anemia ha socavado y vaciado retumba el dolor como la voz en una vivienda desamueblada y sin cortinas. Días enteros, largos días, en que no hay ya nada vivo en mí sino el padecer.” Cuando uno enferma, sobre todo cuando la vida se desmorona, el tiempo deja de ser inocuo y nada, absolutamente nada, es casual.

Experiencias similares transmiten algunos enfermos. Sus sentimientos forman parte de la poética de la enfermedad. Frases como “mi vida es como la noche”, “este dolor es más que nunca mi vida” o “en mi cuerpo enfermo el tiempo ha dejado de existir, la única prueba de vida son los latidos de mi corazón, sobre todo los nocturnos, los que tocan la noche cuando todo calla”, son fragmentos de personas que retratan la vida y la muerte desde muchos ángulos. El escritor Hervé Guibert (1955-1991) lo cuenta de otra forma.

Guibert, golpeado por el sida, desanimado por la frialdad de la medicina y aterrado por lo que el espejo le mostraba cuando reflejaba su cara, escribió en Al amigo que no me salvó la vida: “Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en este momento puedo soportar.” Guibert hablaba de un “nuevo libro”. En sus páginas podría depositar una esperanza distinta e intentaría confabular contra la muerte. Buscaría robarle a la muerte un pedazo de vida para afrontar sus heridas desde otra perspectiva. Las palabras no detienen la muerte. Tampoco curan. Las palabras no hacen eso, pero sí permiten a quien las escribe leerlas cuantas veces sea necesario, cuantas veces se requiera saber que se está vivo. Birlar la muerte es tarea de todo enfermo. De no ser así, ¿cómo seguir vivo? Distraer a la muerte es un arte. Algunas palabras lo logran, algunos enfermos lo consiguen.

Guibert escribe desde el cuerpo que le dio la vida. Víctima del virus de la inmunodeficiencia humana, escribe desde su cuerpo enfermo. Su yo golpeado odia: “yo que acabo de descubrir que no amo a los seres humanos, no, decididamente no los amo, los odio más bien”. Su yo enfermo le recuerda Auschwitz: “Ese cuerpo descarnado que el masajista malaxaba brutalmente para devolverle la vida y que dejaba jadeante, caliente, hormigueante, como transportado de júbilo por su trabajo, volvía a encontrármelo yo en panorámica auschwitziana todas las mañanas en el gran espejo del cuarto de baño.”

Anatole Broyard, en Intoxicated by my illness, reflexiona: “Cuando te das cuenta de que tu vida se encuentra amenazada, puedes confrontar esa situación o puedes evadirla.” Ambas posibilidades son válidas. Yo pienso que confrontarla es mejor opción. Guibert, atrapado por el odio, encontró en la escritura (eso creo) una compañía útil. De no haber escrito hubiera fallecido de otra forma, quizá con más dolor, quizás antes, seguro sin penetrar el universo de la muerte.

El dolor, en ocasiones, es el último pretexto para llamarle a la vida vida; es también una razón para reclamarle a la muerte su soberbia, su sordera, su impenetrabilidad y el desprecio absoluto que ejerce sobre los humanos. El dolor dialoga, la muerte no. Es claro: después del infinito, sólo la muerte. Aunque no tan claro: ¿es cierto lo que escribí, “después del infinito sólo la muerte”? Quizás lo contrario sea lo correcto: después de la muerte, sólo el infinito.

El dolor permite apropiarse de un pedazo de vida para seguir viviendo. Guibert, destrozado, hablaba de “ese cuerpo descarnado”, abrasado por el “dolor auschwitziano” que impide la existencia. Algunos enfermos se suicidan cuando desaparece la migraña o el dolor abdominal que los mantenía vivos mientras padecían. Otros optan por la escritura en vez de suicidarse. Hay quienes apelan a Dios cuando la muerte es inminente y hay quienes escriben sus libros para postergar el fin, o bien, para pedirle prestado unos días a la muerte hasta escribir la última palabra. La historia de mi muerte es el subtítulo del libro Esta salvaje oscuridad. Su autor se apellidaba Brodkey.

Harold Brodkey (1930-1996) ocupó parte de sus últimos meses en narrar lo que le sucedía como consecuencia del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. En Esta salvaje oscuridad escribió: “No quiero hacer el elogio de la muerte; pero, en la inmediatez, la muerte confiere a las horas cierta belleza; una belleza que acaso no se parezca a ninguna otra, pero es abrumadora.”

Al igual que para Daudet y para Guibert, la pluma representó para Brodkey una forma de expiación y de consuelo. Aunque encontró algunos remedios médicos, no tuvo la oportunidad de someterse a los tratamientos modernos; la enfermedad se le diagnóstico en 1993, época en que aún no estaban disponibles los nuevos fármacos para detener el avance del sida. Acosado por la fatiga cavilaba acerca del final: “La muerte no es una voz suave ni un paso vago en las cercanías. Está a la puerta. En vez de escurrirse y desaparecer, la debilidad permanece. Parece como remansada. Me inunda y la inundación es tan ancha como el alma. La caja donde venían mi fuerza y mi suerte esta vacía y vibra un poco.” El psicoanalista inglés D.W. Winnicott empezó una autobiografía que nunca terminó. El primer párrafo dice: “He muerto.” El quinto: “Permítanme ver. ¿Qué sucedió cuando yo morí? Mi petición fue respondida. Estaba vivo cuando había muerto. Eso fue todo lo que deseaba saber.” No. Las palabras no detienen la muerte. Sólo hablan con ella.

“Mi trío” –Brodkey, Guibert y Daudet– vivía acosado por la fatiga, esa terrible sensación que impide la vida y asfixia el deseo. El cansancio extremo es muy frecuente en algunas enfermedades; para muchos, la imposibilidad para confrontarlo es consejero de la muerte pero también amigo de la reflexión. En otro libro, El protocolo compasivo, Guibert se sumerge en su yo herido, exangüe, lento, atiborrado de células fatigadas, de dnas a punto de perecer y de moléculas exhaustas y sin mensajes que transmitir: “Me tiro todo el día dormitando en un sillón del que me cuesta gran esfuerzo alzarme, ya no aspiro sino al sueño, me dejo caer sobre la cama, pues ya no puedo meterme en ella o salir de ella con el esfuerzo de mis músculos, o me agarro los músculos con las manos para hacer de palanca o me echo de costado para acabar sentado tras haber dejado caer las piernas […] Ahora que la deglución me da un dolor horrible y cada bocado se ha vuelto una tortura y un tormento y resulta que, desde hace tres días, el simple hecho de estar acostado en la cama me causa dolor, porque ya no puedo darme la vuelta, tengo los brazos demasiado débiles, las piernas demasiado débiles.”

La falta de fuerza mina casi todo. Mover una palabra o tocar una idea puede ser imposible. La ausencia de energía trastoca las cosas más simples. Incluso el recuerdo de lo bello se difumina entre las tenazas del cansancio extremo. Para muchos enfermos, víctimas de agotamiento, el único refugio posible es la espera: del tiempo que no regresa, de las amantes instaladas en la bruma del olvido, de los hilos que suturen las heridas del alma, de un hálito de fuerza que permita la vida. Otros tallan su última morada por medio de palabras donde el lenguaje de la enfermedad emerge como recurso y resguardo. Así lo sienten algunos pacientes: “Poco, casi nada queda de mí. Moverme es un suplicio, comer una agonía. Escuchar las súplicas de los seres queridos profundiza la tristeza. ¿Que qué queda de mí? Nada o casi nada. No sé cómo decirlo. La frontera entre nada y casi nada es imperceptible. No va más allá de un suspiro. Se escurre entre los dedos. ¿Que por qué no me esfuerzo más? Porque la muerte ha penetrado en mí y se ha adueñado de todo. De todo menos del momento del adiós.”

En la tierra del dolor es un diván construido ad hoc: en él Daudet se vierte y se habla con todas las voces posibles. Aunque afirmaba que el sufrimiento mitigaba el peso del lenguaje, lo cual debió haber sido cierto para un autor bastante prolífico, las notas que conforman En la tierra del dolor, una especie de lectura de la vida escrita desde el sufrimiento, contradice esa idea. Su diario, su tierra dolorosa, es un dechado de sobrios tintes literarios. Envuelto por el dolor escribe: “Dolor, has de serlo todo para mí. Deja que encuentre en ti todas esas tierras extranjeras que no me dejarás que visite. Sé mi filosofía, sé mi ciencia.”

En algunos enfermos el dolor expone partes desconocidas; en otros se convierte en morada. Recuerdo una conversación con un paciente terminal: “Yo pensaba que mi vida podría finalizar como sucede en algunas películas. Un infarto, ¡y ya! Ahora me encuentro atrapado en un guión que no deseo jugar. Pensé que sería dueño de mi final. Que mi voluntad diría: no o sí. Que el tiempo de la vida siempre sería mi tiempo. Ahora sé que me equivoqué: me encuentro atrapado dentro de mí. Yo soy el actor y no tengo escapatoria. Yo soy el dolor y el dolor soy yo. Yo no escribí el guión y tengo que actuarlo. El final, curiosamente, soy yo. Sin mí no hay final. No puedo evadirme de él. Cuando lo haga moriré. Lo peor es que no tengo con quién dialogar. El dolor es ciego, es crudo. La única solución para aliviarlo es la muerte. ¿Que por qué no me suicido?, me preguntas. No lo hago porque aún tengo cosas que decir. Por ejemplo, decirle al dolor que mi muerte será su derrota.”

El dolor y la cercanía de la idea de la muerte suelen evocar muchas reflexiones. A partir de las pérdidas emerge la necesidad del encuentro, en ocasiones con uno mismo, otras veces con seres cercanos. Invocar el pasado y evocar bellos recuerdos puede ser terapéutico.

Ningún dolor es nuevo. Cuerpo y alma los experimentan continuamente. Algunas veces más, otras menos. La existencia, per se, conlleva diversos grados de dolor. Hay enfermos que dicen: “soy una enfermedad”; otros afirman: “me siento polvo. Cada amanecer veo cómo el viento se lleva pequeños pedazos de mi existencia”. Otros más aseguran que “la oscuridad crece por dentro. Desde hace días no consigo encontrarme. Mis brazos, mis manos, mis ojos, ya no son míos”.

Susan Sontag afirmaba en su libro Illness as metaphor and aids and its metaphors* que “la enfermedad es el lado nocturno de la vida, y es una ciudadanía más onerosa. Todas las personas tienen una doble ciudadanía, en el reino del bienestar y en el reino de la enfermedad”. Al viajar al lado nocturno de la vida, víctima de enfermedades, o al escuchar que los enfermos dicen “al llegar a México el clima me desconoció y enfermé de gripa” o al evocar la imagen de una mujer deprimida que explica que “se acuesta temprano porque al dormir duele menos la vida”, se comprende que la vida, como dice Sontag, consta de dos reinos y que la poética del dolor deviene lenguaje de la enfermedad.

No eres los otros. (Breve ensayo sobre el ensayo)

La subjetividad no es, para Romeo Tello A., condición suficiente a la hora de caracterizar el ensayo. «Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad», dice en este breve ensayo sobre el ensayo, «puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo». Se trata, más bien, de ahondar en la ambigüedad de esta subjetividad, en la contradicción que hay en que uno sea uno entre otros.

AUTISMO + ESTILO = AUTISMO

AUTISMO Y PLAGIO

Nadie debe extrañarse de que el ensayista se ande por las ramas. La verdad es que si fuera del todo honesto conmigo mismo, es decir, con mi impudicia, a este breve texto le habría puesto un título distinto. Y ese título habría sido “Literatura + enfermedad = enfermedad”. Pero me detuvieron dos razones de peso: la primera es que ese título ya existe y se lo dio Roberto Bolaño a uno de sus mejores ensayos, un texto que escribió poco tiempo antes de morir, y que para mí constituye un modelo de belleza, humor, valentía e inteligencia. En ese ensayo, Bolaño nos recuerda que “Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz”. La segunda razón para no utilizar aquella ecuación como título propio es más modesta; es, digamos, de marketing o de semántica. Se me ha pedido que hable de ensayo, literatura y academia, y aquel título (aunque hermoso y misterioso) no refleja este tema. Pido una disculpa.

AUTISMO Y AUTOAYUDA

Ayer escuché: “Si tienes que andar preguntándote qué es el ensayo, quizás es porque el ensayo no es lo tuyo”. Curiosa proposición. Lo que observo es todo lo contrario: si hay un género que tiende constantemente a buscarse a sí mismo es precisamente el ensayo. Los cuentistas son dados a escribir decálogos, preceptos sobre el arte de escribir cuentos. A los novelistas les da por decretar muerte de la novela y su resurrección en variopintos avatares. Intentos por definir la poesía —por fijarla con un taxonómico alfiler sobre el corcho de la realidad— han habido siempre, pero estos suelen provenir de fuera y parecen apuntar más a una esencia cuasi divina que a una práctica literaria. Pero el ensayo se busca desde dentro, es decir, es el ensayista el más preocupado por definirlo y retratarlo, y para ello, además, casi siempre utiliza como punzón al propio ensayo. Ahí está el rosario de definiciones ilustres: desde “el cansino centauro” de Reyes, “la forma sin forma” de Adorno, hasta “el cerdo enlodado” de Edward Hoagland. Juan Villoro dice que el ensayo es el dedo del amigo que nos acompaña en el museo y nos señala aquello que no habíamos advertido (es decir, un gesto útil, pero siempre marginal), y Ortega y Gasset, bueno, ya saben lo que dijo. Podrá variar el acento —entre lo didáctico y lo poético—, pero dos son siempre las constantes: la caracterización del ensayo como una criatura híbrida, y la intuición del ensayo como una criatura fantasmal o fabulosa, es decir, que quizá no exista.

AUTISMO Y HEIDEGGER

¿Por qué esta necesidad del ensayista de definir su objeto de trabajo, de ubicar los límites de su campo de batalla? ¿De dónde proviene esa inseguridad profesional, ese casi sentimiento de indigencia cósmica? ¿Por qué regresar una y otra vez a la pregunta original, aquella que pregunta: qué es esa cosa, el ensayo? ¿Y equipado con qué mapa o brújula o astrolabio sale el ensayista a buscarlo? Ya lo hemos dicho: con los del ensayo mismo, porque la sagacidad y la versatilidad del ensayista son infinitas. Y así, se pone a ensayar sobre el ensayo, en búsqueda de su esencia, o, más precisamente, en búsqueda de su esencia literaria.

Sale a buscarlo con la mirada llena de esperanza (es decir, de vanidad) y el corazón anegado de terror. ¿Y a qué le teme tanto el ensayista? Las rodillas del ensayista no tiemblan ante la Escila de la página en blanco y la Caribdis de la esclerosis sináptica. Tampoco teme a la falta de originalidad, gracia o eficacia. Su temor es otro y más grande. Es descubrir que el ensayo no sea una especie plenamente literaria, que su ADN sea demasiado impuro, demasiado expositivo, enunciativo o adusto. Demasiado literal, como para ser literatura. El ensayista suda frío. Teme perder sus becas y sus premios; sus encuadernaciones y sus encuentros nacionales (donde casi siempre la pasa bien y hace tanto por el ensayo, y donde además se respira un aire tan cálido y tan poco endogámico). En pocas palabras, el ensayista teme perder la green card que lo acredita como ciudadano de la República de las Letras. Teme, y como todo individuo y pueblo temeroso, se acoraza, se repliega sobre sí mismo y levanta murallas. Después, en un ataque de xenofobia, se apresura a señalar y a perseguir a los diferentes. “Yo soy el ensayista ensayista, y escribo ensayos ensayo”, dice; “soy el heredero y albacea de Montaigne”. “Ustedes, los otros —redactores de ensayos académicos, filosóficos o periodísticos—, si han de convivir conmigo en la ciudadela dorada, deberán de portar siempre el adjetivo escarlata que los identifica como ensayistas espurios, ciudadanos de segundo o tercer orden”. Esto dice el ensayista ensayista, al tiempo que intenta bailar tregua y catala, tregua y catala, pero se tropieza, y entonces se retira a su oficina en la rectoría de Friburgo.

AUTISMO Y APOLO

¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está lleno de sí, sitiado en su epidermis. Y, por lo pronto, no quiere hablar con nadie.

AUTISMO, POESÍA Y PRECIPICIO

Como esto sería solamente el preámbulo (y quizá la justificación) a un ensayo sobre el ensayo y ya me he extendido demasiado, apretaré el paso.

Por supuesto que exagero. Por supuesto que no dudo radicalmente de la naturaleza literaria del ensayo. Es sólo que no coincido con aquellos que pretenden sustentar la condición de literatura del ensayo en su carácter inacabado y subjetivo, en su propensión a la deriva y la errancia. Inacabado y tentativo es cualquier apunte de clase y no por ello es literatura. A la deriva, perdido en instantánea altamar, también está un candidato incapaz de decir los títulos de tres libros fundamentales en su vida, y no por eso está haciendo literatura. No. Me parece que apelar a estos valores (lo parcial, lo inacabado, lo tentativo, lo subjetivo) para definir la esencia del ensayo es un ademán efectista; un gesto que viste mucho (porque Dionisio y la vaporosa posmodernidad siguen teniendo un prestigio avasallador en el mundo del arte), pero que dice poco. Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo.

Lo que tiene de literario el ensayo es lo que tiene de literario toda la literatura: su capacidad para crear o articular sentido ahí donde sólo había un desierto de horror y aburrimiento. La poesía es el canto del significado, dice Yuri Lotman. El ensayo es la voz con la que nos unimos al coro desde la regadera.

NO ERES LOS OTROS

(BREVE ENSAYO SOBRE EL ENSAYO) 1

Ensayar, escribir ensayos, es redactar “la historia universal de uno mismo”. Cada vez, cada ensayo: la misma universal y circunstancial historia. La frase entrecomillada es de Ezequiel Martínez Estrada, pero no recuerdo dónde la leí y ni siquiera estoy seguro de repetirla fielmente. Quizás mi memoria la adapta, como muchas veces hace con las letras de canciones, de acuerdo con cierta vocación efectista y a conveniencias personales. Sea como sea, me parece que la posible cita, como definición del ensayo literario, es rotunda y exacta; si bien no es exhaustiva ni dice nada sobre las características formales del ensayo, expresa puntalmente su naturaleza ambivalente. Los ensayos se arman con elementos e impulsos no sólo heterogéneos, sino incluso contrarios. No son textos híbridos, como la crónica o la novela: son criaturas verbales tensas y contradictorias, seres esquizofrénicos y siempre, sin importar lo que digan sus señas más externas, megalomaníacos.

La bipolaridad esencial del género —la que resume el oxímoron de Martínez Estrada— radica en la disyuntiva entre transcribir la voz de una conciencia o asentar el inventario de la creación. Inventario y, sobre todo, manual de instrucciones. Por una parte, el ensayo literario se sabe un discurso personal y privado; sabe que no es más que una ansiedad revestida de reflexión, una tentativa de permanencia y traslado, un ensayo sin espectadores para una obra que nunca será estrenada. Sin embargo, también aspira a ser un discurso público, edicto, una carta de relación; aspira incluso a ser objetivo y veraz, transparente y verificable. Más aún, el ensayo —a pesar de la relatividad que denota su nombre y del tema concreto de su atención— quiere ser total: el relato íntimo y científico de todos los instantes y cosas del mundo. Aunque alguno de los dos alientos acabe por imponerse, el otro permanece latente, como ruido de fondo. En un caso, el vencido susurra: “más allá del candor de estas palabras, más allá de que parezcan perseguir un mérito exclusivamente verbal y estilístico, lo que dicen es verdad y debe ser conocido y acatado por todos”. En el caso contrario, el contrapunto murmura: “a pesar de la claridad de estas palaras, de su aparente sensatez y solidez, lo que conjuran es mera ficción, no son más que un torbellino de lenguaje girando sobre un espejo o sobre el vacío”.

No es casual el carácter dispar y cismático del ensayo: no es producto de ningún capricho prestigioso ni de la simple continuación de una tradición retórica. Si el ensayo es doble es porque su autor es doble. Y no me refiero a la dualidad que propone la mayoría de las religiones, ésa que separa la parte espiritual de la parte material en el hombre, el cuerpo perecedero del alma inmortal. La dualidad humana de la cual es correlato y consecuencia el ensayo es otra, más real y profunda. Es la ambigüedad de ser uno (estadísticamente irrelevante, minoría absoluta frente a la superabundancia de todo lo demás) y, al mismo tiempo, central y total. Pues cada quien es el principal referente de todo lo que existe, la única perspectiva de todo lo visible. La conciencia de cada hombre es, efectivamente, el escenario donde ocurre todo lo que pasa. Cioran, con esa facilidad que tenía para poner el dedo en la llaga, lo dijo así: “El universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues cada individuo vive en lo absoluto su mérito o su nulidad…”.

La ambigüedad es nuestro exoesqueleto, es el vaso en el que esa turbia agua que somos se asienta, ahonda y edifica. Y quizás la mayor ambigüedad o la ambigüedad esencial del hombre consiste en ser uno más y, al mismo tiempo, uno menos; es decir, ser uno entre los demás, semejante y acompañado, y ser uno a pesar de los demás, diferente y opuesto a los otros. Borges, que no escapó a esta condición bipolar, puso en “La forma de la espada” (1944): “yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”; pero más tarde, en el poema “El ápice” (1976), escribió: “No te habrá de salvar lo que dejaron / Escrito aquellos que tu miedo implora; / No eres los otros”. Si Borges cambió de parecer al respecto de una cuestión tan fundamental, no lo sabemos; yo creo que siempre pensó las dos cosas, pues sabía que una y otra, aunque excluyentes, son igualmente ciertas. Uno es el hombre: mensaje de extrema comunión y extremo abandono por igual.

El ensayo camina sobre la delgada línea que separa la validez de las dos sentencias borgianas: “eres los otros” y “no eres los otros”. Delgada línea que a veces es una meseta. Como sea, el ensayo se funda en esa grieta divisora. Por eso la diferencia y disparidad de registros, por eso la esquizofrenia de querer explicar el mundo mientras se expresa un anhelo o una nostalgia, por eso la indecisión entre ofrecer un punto de vista y otorgar, como el nazareno al ciego, la visión. Intermedio e indeterminado como el hombre mismo, el ensayo es una voz a caballo entre la ciencia y la más vacilante de las opiniones, entre la revelación divina y la confesión del creyente. Debido a esta radical fusión de contrarios, se me ocurre que más que el centauro de los géneros el ensayo es la anfisbena del mundo de las letras, serpiente mitológica de dos cabezas cuyo nombre significa literalmente “ir en dos direcciones”. Pues no estamos ante un simple híbrido o un mestizo de rasgos exóticos; se trata de un desgarro convertido en mónada, de una dualidad permanente aunque volátil, de una contradicción armónica e inevitable. Es el ensayo, genuinamente, el cantar de gesta de una soledad.

§

Si bien creo en todo lo que acabo de decir sobre el ensayo, no niego que esta caracterización esconde una justificación y una salvedad. Me interesa resaltar, y hasta cierto punto defender, la ambigüedad del ensayo porque los ensayos que suelo escribir son así justamente: ambiguos y ambidiestros, anfibios y anfibológicos. Quizá no sean del todo contradictorios (o intenten no serlo) en su contenido, en la orientación de sus ideas, pero en lo que sin duda se muestran inconstantes y erráticos es en la forma de expresarlas, en su tono y en su ánimo. Tiene que ser así, porque nacen con una doble motivación. Por un lado, quieren encargarse de asuntos que me importan y me preocupan, asuntos que considero relevantes. Y quieren hacerlo con cierta claridad y precisión. Pero al mismo tiempo responden a una voluntad más bien expresiva (y aun podría decir expresionista), a una necesidad de canto y locución anterior a cualquier letra o mensaje. Por ello, se basan en impresiones y asociaciones más o menos arbitrarias, y muchas veces su principal motor es la pura voluptuosidad del lenguaje. En otras palabas, y en resumen, los ensayos que escribo buscan decir algo, tanto como buscan simplemente decir. Sonar. Pues quizás, como dijo Rilke, estamos aquí solamente para eso. En la “Novena Elegía”, Rilke propone: “Quizás estamos aquí para decir: casa, puente, pozo, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana, a lo sumo: columna, torre… pero para decir, compréndelo”.

Así, esa pequeña horda de anfisbenas textuales no sabe si reír o llorar. Todo el tiempo se anda por las ramas, oscilando entre la información y la intuición, entre la imagen y el esquema, entre el retrato impresionista y el naturalista. Pero tanta justificación, tanto curarse en salud, ¿no es acaso un acto de cobardía? En efecto, lo es: una cobardía cínica e infame. Pero resulta tolerable, al menos personalmente, como compensación de una posible cobardía mayor: la de no escribir nada en absoluto. Entonces, si los diferentes capítulos o versiones de la historia universal de mí mismo necesitan de semejantes previsiones y precauciones para animarse a salir a lo abierto, que así sea.


1 Publicado originalmente en Circulo de poesía.

Cuestionario heterónimo: Alejandro López

Le preguntamos a Alejandro López, comité de lectura del Premio Heterónimos de Ensayo, qué hay que tener en cuenta a la hora de escribir un ensayo: «Provocar, sobre todo con estilo», nos contestó. Por acá, todas sus respuestas a nuestro pequeño cuestionario.

Alejandro López 0124

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1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Macedonio Fernández, Arlt, Filloy, Gombrowicz, Marechal, Borges, Joyce, Kafka, Grass, Di Benedetto, Piglia, Osvaldo y Leónidas Lamborghini, Oscar Masotta, Ricardo Zelarayán, Fowgill, Germán García, César Aira. Osvaldo Aguirre, Federico Falco, Juan Terranova, Juan Mendoza, Bruzzone, Cabezón Cámara, Silvio Mattoni, Oloixarac, Carlos Battilana, Néstor Groppa, Ernesto Aguirre, Héctor Tizón, Jorge Mario Rojo, Salomé Esper, entre otros. Leo mucha poesía, mayormente de poetas argentinos. Freud, Lacan, por supuesto, y todos esos textos de las tantas disciplinas a las que me lleva el estudio del psicoanálisis.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

No sé cuánto. Hay días en que leo todo el día y otros en los que leo solamente un par de páginas o un par de textos en internet. Regularmente todos los días me doy tiempo para leer. Sobre si hay un régimen o programa de lectura, depende. En los grupos de estudio y de lecturas solemos tener un programa u orientación de qué leer y cómo continuar, o bien para dar un curso o seminario también. Luego las lecturas no son tan programadas o bien leo con la impronta que propicia la curiosidad, la ignorancia y el deseo al encontrarme con algunos textos. Leo en distintos lugares, en mi habitación, frente a la computadora, en mi taller biblioteca mayormente, luego cuando viajo en colectivo, en algún café, en cualquier lugar donde tengo que esperar o hacer tiempo. También están esos lugares que te propician y te llevan ciertos textos.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Si. Subrayo, marco, pinto, escribo en las partes blancas de las páginas. Agrego anotaciones de otros libros o bien ideas que se me ocurren. Me sirvo de eso también como una especie de mapa para cuando tengo que volver a los mismos textos, los cuales se tornan distintos porque se hacen otros recorridos, con otras posiciones y con otros saberes.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Si no voy a buscar algo específico en relación a lo que estoy estudiando o investigando, prefiero optar por no buscar nada, mejor dejarse sorprender. Es una de las maneras y posiciones que te permite localizar algunos detalles y novedades. O bien te ubicas desde un saber ya preestablecido y con determinados prejuicios que te llevan a más de lo mismo; o degustas lo inédito y los detalles que te brindan algunas lecturas partiendo, como llamamos en psicoanálisis, desde una “ignorancia operativa”, lo cual te permite un lugar de extranjero en un recorrido, sin estar marcado por los saberes previamente adquiridos.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora de leer?

No, ninguna manía con respecto a la lectura.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Que cause curiosidad, que conmueva y que perturbe ciertos saberes. Creo que un buen ensayo debe propiciar ya sea inquietud, movilizar a continuar o producir el deseo de seguir investigando. Que si bien tenga precisiones y fundamentos, no siempre genere la seguridad adormecedora.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Saber principalmente desde dónde estamos escribiendo y desde qué postura, y en ese trabajo de escritura saber quién habla cuando escribimos y qué hacemos con eso que habla en nuestra escritura. Tener en cuenta qué se busca con lo que estás escribiendo. Utilizar la claridad para trasmitir ciertas ideas, pero sin dejar de lado las oscuridades que pueden producir algunos destellos. Provocar, sobre todo con estilo. Utilizar las palabras adecuadas y hacer un uso adecuado del lenguaje acorde a uno.