Divagaciones sobre leer y escribir

Estas divagaciones sobre leer y escribir, de Luis Ignacio Helguera, problematizan las dos actividades como complementarias en la formación de todo escritor y las contrapone, además, con otro punto para él esencial:el de la vida mundana. El texto es un fragmento del libro De cómo no fui el hombre de la década y otras decepciones, y lo pueden leer por acá.

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Leer y escribir son actos complementarios. Un escritor que no lee es tan dudosamente escritor como uno que no escribe. Pero la lectura y la escritura son complementarios no sólo en el escritor sino, en cierto sentido, en cualquiera: escribir supone una asimilación de lo leído y leer es revivir lo escrito. Leer y escribir ponen en juego la palabra, la reviven, la alumbran de sentido: actos que ponen la palabra en acto.

Para escribir es indispensable leer o haber leído, pero ¿cuánto? Hay escritores que leen mucho y escriben mucho, que devoran bibliotecas y las restituyen con sus libros, como, entre nosotros, Alfonso Reyes y Octavio Paz; escritores que leen mucho y escriben poco, como Julio Torri o Juan Rulfo; escritores que leen poco y escriben poco; escritores que no tienen tiempo de leer porque escriben mucho y hasta escritores que no abren otro libro que no sea el suyo.

La verdad es que la cuestión de la lectura no es de cantidad sino de calidad. ¿De qué sirve leer y leer volúmenes si no se retiene nada de lo leído? Es tan inútil como leer mucho pero los libros equivocados, o sea, literatura chatarra. Leer y leer no sirve de nada si no se acompaña de una buena digestión bibliófila. Más vale leer y releer poco libros, bien escogidos, que pasar a tontas y a locas por cerros de papel. Dicho de otro modo, más vale libro en mano ―bien leído y releído― que ciento volando, que andar volando por cien.

Hay un libro por ahí que se llama Mil libros, de un señor Luis Nueda. Consiste en resúmenes de los libros que leía y contabilizaba orgullosamente en su biblioteca don Luis. Como ejercicio no está mal: acabar un libro y anotar impresiones, para fijarlas en papel, en la memoria. Sólo que ¿para qué publicar un libro con eso? El verdadero lector no requiere resúmenes de libros sino libros, y sólo el colegial sin denuedo copia a Nueda.

Hay que cultivar la vieja costumbre de los libros de cabecera. Libros predilectos para visitar y revisitar, para habitar como se habita la casa, para usar como se usa la ropa, para citar como se cita a los amigos. Los libros que lo forman a uno son los que forman parte de uno.

El placer de la lectura llega a ser tan grande, que parece una redundancia escribir. Pues bien, resulta que para perpetrar esa redundancia que es escribir no basta leer, a menos que se quiera ser un autor libresco. Hace falta vivir, en el sentido más mundano de la palabra. Y en ocasiones mucha vida mundana no deja leer, como leer mucho no deja vivir mundanamente. «Y yo perdí por los libros / la vida y el mundo», dicen unos versos del poeta búlgaro Dalchev. El equilibrio entre la lectura disciplinada y la aventura mundana es una de las cosas más difíciles de alcanzar para un escritor.

La creación suele surgir de un entrecruce de claves procedentes de la lectura y la experiencia vital. Sobre ese entrecruce de lo leído y lo vivido trabajan facultades como la observación, la imaginación y el lenguaje, en busca de lo todavía «no escrito». Tarea compleja, misteriosa, pero no olvidemos que la creación literaria ―como la artística en general― establece una cierta correspondencia con la otra creación, la del mundo.