El pensamiento propio

¿Vale la pena citar? Enfrentado a esta pregunta y a sus posibilidades, Marco Ornelas se hace preguntas acerca de el pensamiento y sus formas. ¿Existe el pensamiento propio? En todo caso, ¿qué es eso: tener un pensamiento propio? Su respuesta parte de la herencia. Pocos hombres, dice, pudieron generar un sistema propio de ideas, un discurso.

En filosofía ―como en el mundo de la discusión teórica― no existe a la fecha un Rimbaud del pensamiento. La poesía puede jactarse de haber tenido en sus arcas a un gran artista pese a su juventud. Es cierto, sólo en algunos casos excepcionales los jóvenes —y los no jóvenes— han tenido hallazgos con el pensamiento. David Hume publicó su Tratado de la naturaleza humana a los veintiocho años de edad, y Schelling a los veinte era ya doctor en teología y filosofía. Pero Kant terminó de escribir su tríada filosófica a los cincuenta y siete años de edad. Es evidente: el pensamiento madura con lentitud. El joven poeta Rimbaud, sin embargo, a los veinte años de edad dejaba huérfana a su literatura y la inmortalidad la acogía como una de sus hijas predilectas. La gestación de las ideas del hombre va a paso senil y doloroso. Es complicado pensar y repensar. A Karl Marx le llevó toda su vida esculpir su sistema, el materialismo dialéctico.

¡Es pesado pensar, ah de la vida!1

Hay filósofos que se quedaron deambulando en los senderos del pensamiento. Nietzsche, por ejemplo, nunca encontró el camino de regreso a la lucidez. A las ideas hay que sembrarlas, regarlas y dejar que den frutos. El fruto maduro es el más degustable siempre. ¿Qué le queda al joven que intenta pensar por sí mismo —o lucubrar su discurso? ¿Callarse, acaso?

Recuerdo que hace no mucho tiempo sostenía una discusión con otros escritores, y citaba a ciertos filósofos; en eso, una autora que participaba en aquel debate me inquirió violentamente: “Tú siempre citas, ¿qué no tienes un pensamiento propio?” “¿Qué es un tener un pensamiento propio?”, le respondí. En ese momento ella no supo bien qué responder y sólo contestó: “Pensar por sí mismo”. Después de aquella discusión, reflexioné sobre el problema tan grande que para muchos implica que alguien cite. La conclusión a la que llegué es la siguiente.

Pensamiento propio, ¿qué significa tener un pensamiento propio —o discurso? ¿Quiénes son los hombres que han tenido un pensamiento propio —o que han elaborado su propio discurso?

Según el diccionario de la RAE, “propio” significa que es sólo de una persona y de nadie más, que es característico de alguien; que le pertenece únicamente a él. De lo anterior puedo concluir que el “pensamiento propio” es aquel que sólo le pertenece a un pensador; que ese conjunto de ideas únicamente son de él, y que las influencias de ideas de otros pensadores le han servido para recrear de manera tal las suyas que ya sólo le pertenecen a él. ¿Y quiénes son esos hombres? Por mencionar algunos ―que bien pueden ser ejemplo―: Heráclito y su devenir; Parménides y el principio de identidad; Sócrates y su mayéutica; Platón y las ideas innatas; Aristóteles y el hilemorfismo; san Agustín y la teoría de la iluminación; Descartes y su inmanencia; Leibniz y la monadología; Kant y sus críticas; Hegel y el absoluto; Comte y su positivismo; Husserl y la fenomenología; Bergson y su evolución creadora, entre otros pensadores verdaderamente con ideas propias. De ahí en más, todos los demás vivimos como huéspedes de las ideas ajenas. Vivimos de las ideas generacionales y culturales; vivimos de las ideas heredadas. Piénsenlo bien y concedan el beneficio de la duda.

Samuel Ramos y Octavio Paz se atrevieron a cuestionar si verdaderamente hay un pensamiento mexicano y si existe una filosofía auténtica mexicana.

Es verdad, han existido y existen en nuestro país grandes hombres de ideas, tenemos el caso de Francisco Javier Clavijero, Justo Sierra, Gabino Barreda, Antonio Caso, José Vasconcelos y Emilio Uranga, por mencionar sólo algunos. Aunque tampoco podemos negar que todos ellos se alimentaron fuertemente de ideas occidentales, de filósofos europeos. En nuestro país gran parte de la gente vive de las ideas heredadas del clero español católico, y la otra pequeña minoría vive también de la tradición liberal heredada del viejo continente. Por ejemplo, hoy en día, las ideas de los antiguos sabios orientales son un boom.

Por lo anterior, pregunto de nuevo: ¿Qué le queda al pensador joven ―y al no tan joven? ¿Callarse, acaso? ¿Y si será inauténtico citar? Como he tratado de mostrar, no se puede manejar a la ligera lo de tener un “pensamiento propio” pues son pocos los que han elaborado un discurso auténtico. Así, ¿es inauténtico citar? Considero que no, que es mucho más inauténtico no citar, por no saber la fuente (de su dicho) y pretender tener un “pensamiento propio”, sin percatarse de que todo el bagaje de esas ideas ha sido producto de la herencia, del momento histórico y de la endoculturación televisiva. Hay que decirlo, sólo pocos pensadores excepcionales han elaborado discurso. El pensador joven bien puede construir su conjunto idiomático, con cimientos sólidos, apoyándose en los grandes hombres de ideas. Quizá lo que le dará autenticidad al pensador joven será la elección. Elegir, por ejemplo, entre el idealismo kantiano o el raciovitalismo; entre la dialéctica hegeliana o el existencialismo. Con la elección dibujamos nuestro paisaje personal. Para elegir hay que conocer, mirar hacia la montaña gigante de las posibilidades y decidir. El que no conoce no puede refutar. La apuesta corona bellamente al ser. Y si del grande mar de las ideas no ha emergido todavía el Rimbaud del pensamiento, ¿qué le queda al joven reflexionante? Estudiar y conocer los diferentes caminos del pensar. Cimentar sus ideas en pensadores inmortales; elegir conscientemente un camino del pensar y no ser producto de la endoculturación inauténtica. ¿Callarse y no pensar, acaso? Nada de eso: ensayar, escribir y aclarar sus ideas sin ufanarse de poseer ya un “pensamiento propio”.

Nota
1 Parafraseo a Francisco de Quevedo, los versos del poema “Cuán nada parece lo que se vivió”: “Ah de la vida”… ¿Nadie me responde?/ ¡Aquí de los antaños que he vivido!/ La Fortuna mis tiempos ha mordido;/ las horas mi locura las esconde”.