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Cervantes ensayista

«Cuando a requerimientos de una distinguida dama le declaré la otra tarde que yo escribía ensayos, ella lo tomó como una confesión o una disculpa, y con un gesto de inteligencia, bajando la voz, me dijo con simpatía: No importa, no importa.» A partir de esta anécdota, Augusto Monterroso pone en acto (y no sin humor) una definición del género ensayo y sugiere, de paso, al Cervantes prologuista como a uno de sus primeros cultures.

 «La palabra es nueva, pero la cosa es vieja… Las epístolas de Séneca a Lucilio son ensayos, vale decir, meditaciones dispersas, aunque en forma de epístolas». Estas citas de Francis Bacon las he tomado del estudio preliminar que Adolfo Bioy Casares puso como introducción a un volumen de ensayos ingleses seleccionados por Ricardo Baeza hace ya más de cincuenta años en la ciudad de Buenos Aires, cuando de esta ciudad irradiaba a toda Hispanomérica y España lo más sobresaliente de la literatura europea y estadounidense. Pues bien, Bacon, el segundo gran ensayista moderno después (en el tiempo) de Miguel de Montaigne, sabía perfectamente lo que afirmaba, pues no sólo Séneca estaba para demostrarlo, sino también, ahora que tenemos un concepto más preciso o más amplio del género, Plutarco, Aulo Gelio, Luciano de Samosata, Plinio el Joven o Diógenes Laercio en la antigüedad, y aún podrían citarse otros. Pero en efecto, la palabra que hoy usamos con el sentido en que lo hacemos no existía entonces, y tuvieron que pasar muchos siglos para que Montaigne —o el señor de la Montaña, como lo llamaba Quevedo— la inventara o le diera el significado que conserva hasta nuestros días en las preceptivas literarias.

Sin embargo, la pregunta que ahora confrontamos es la siguiente: el público, los nuevos posibles lectores, ¿saben en realidad de qué se trata? Mi experiencia me indica que no parece ser ése el caso. Cuando a requerimientos de una distinguida dama le declaré la otra tarde que yo escribía ensayos —yo pensaba hasta en el mío de una línea que antologa The Oxford Book of Latin American Essays[ref]El ensayo en cuestión se titula «Fecundidad», y dice: «Hoy me siento bien, un Balzac: estoy terminando esta línea».[/ref]—, ella lo tomó como una confesión o una disculpa, y con un gesto de inteligencia, bajando la voz, me dijo con simpatía: No importa, no importa. Entonces aprendí que aquella declaración necesita ir siempre acompañada de explicaciones acerca de lo que el ensayo no es: ni una tesis científica ni ninguna investigación encaminada a demostrar algo con lo que su autor accederá a tal o cual grado académico; o de aclaraciones, para dejar bien establecido que se trata de un género literario y no de simples intentos. Ensayo, sabe usted, un texto más o menos breve, muy libre, de preferencia en primera persona, sobre cualquier cosa, o acerca de equis costumbre o extravagancia de uno mismo o de los demás, escrito en tono aparentemente serio pero idealmente envuelto en un vago y ligero humor y, de ser posible, en forma irónica, y preferible si autoirónica, sin el menor afán de afirmar nada concluyente; y si de lo expresado en él se desprende cierta melancolía o determinado escepticismo respecto del destino humano, mejor; y si una digresión se desliza aquí o allá, mejor que mejor, pues la libertad de pasar de un punto a otro sin excusas ni rebuscamientos, y hasta de interrumpirse y olvidarse (o hacer como que uno se olvida) de por dónde va, puede ser lo que venga a dar al ensayo ese encanto parecido al que se desprende de una conversación inteligente; recurriendo a citas falsas, verdaderas o equivocadas, o invocando a amigos o señoras de sociedad que pueden existir en la realidad o no; o declarando incapacidades auténticas o fingidas; y por lo común escrito con un estilo perfecto pero que no se note o incluso que hasta parezca descuidado, o redactado por alguien que está más preocupado por otros asuntos, como quien lo hace para cumplir un requisito que no puede eludir; todo esto viene a ser una pequeña parte de lo que uno piensa que podría darle a aquella buena señora una mínima idea de lo que quiere dar a entender cuando se ve forzado a declarar que escribe ensayos, sin necesidad de añadir que también escribe cuentos y novelas para que esta misma señora lo tome a uno en serio y no pase sin más a otro tema o a cualquier tópico del momento como quien siente que ya cumplió con las buenas maneras; y tal vez por último, pero esto sí con extremo cuidado, animarse a decirle que, si quiere saberlo, aparte de cuanto de genial se conoce de él, entre otras gracias la de ser el inventor de la novela moderna, Cervantes es quizá también en nuestro idioma el primer ensayista moderno; y que para confirmar esta insólita aseveración no tiene sino que tomarse la molestia de ir a sus prólogos de las partes Primera y Segunda de Don Quijote de la Mancha, el de las Novelas ejemplares y el de Persiles y Sigismunda, en los que observará muy claramente gran parte de lo dicho aquí sobre este traído y llevado género, con la única advertencia de que ni por asomo se acerque a la Galatea, porque ése es otro asunto y, bueno, mejor ni hablar de él ni recurrir al socorrido principio de que la excepción confirma la regla.

Tomado del libro «La biblioteca del fabulador. Antología de ensayo» (UNAM, 2014).

El hijo pródigo

«La más exacta de las definiciones del ensayo, así como la menos satisfactoria, es la siguiente: un texto en prosa corto, o no tan largo, que no cuenta una historia.» Así define Susan Sontag a la ensayística, en este prólogoThe best American essays. Y, aunque en su texto prefiere no hablar de género, diserta con claridad y lucidez sobre el ensayo y sus mecanismos.

Supongo que debo empezar por hacer una declaración de interés.

Los ensayos ingresaron en mi vida de lectora precoz y apasionada de una manera tan natural como lo hicieron los poemas, los cuentos y las novelas. Estaba Emerson al igual que Poe, los prefacios de Shaw al igual que sus obras teatrales, y un poco después los Ensayos de tres décadas de Thomas Mann, y «La tradición y el talento individual» de T.S. Eliot en paralelo con La tierra baldía y Los cuatro cuartetos, y los prefacios de Henry James al igual que sus novelas. Un ensayo podía ser un acontecimiento tan transformador como una novela o un poema. Uno terminaba de leer un ensayo de Lionel Trilling o de Harold Rosenberg o de Randall Jarrel o de Paul Goodman, para mencionar apenas unos cuantos nombres norteamericanos, y pensaba y se sentía diferente para siempre.

Ensayos con el alcance y la elocuencia de los que menciono son parte de la cultura literaria. Y una cultura literaria -esto es, una comunidad de lectores y escritores con una curiosidad y una pasión por la literatura del pasado- es justamente lo que no se puede dar por sentado en la actualidad. Hoy es más frecuente que un ensayista sea un ironista dotado o un tábano, que un sabio.

El ensayo no es un artículo, ni una meditación, ni una reseña bibliográfica, ni unas memorias, ni una disquisición, ni una diatriba, ni un chiste malo pero largo, ni un monólogo, ni un relato de viajes, ni una seguidilla de aforismos, ni una elegía, ni un reportaje, ni…

No, un ensayo puede ser cualquiera o varios de los anteriores.

Ningún poeta tiene problemas a la hora de decir: soy un poeta. Ningún escritor de ficción duda al decir: estoy escribiendo un cuento. El «poema» y el «cuento» son formas y géneros literarios todavía relativamente estables y de fácil identificación. El ensayo no es, en ese sentido, un género. Por el contrario, «ensayo» es apenas un nombre, el más sonoro de los nombres que se da a una amplia variedad de escritos. Los escritores y los editores suelen denominarlos «piezas». No se trata solamente de la modestia o de la informalidad de los norteamericanos. Una cierta actitud defensiva rodea en la actualidad la noción de ensayo. Y muchos de los mejores ensayistas de hoy se apresuran a declarar que su mejor trabajo ha de encontrarse en otro lugar: en escritos que resultan más «creativos» (ficción, poesía) o más exigentes (erudición, teoría, filosofía).

Concebido con frecuencia como una suerte de precipitado a posteriori de otras formas de escritura, el ensayo se define mejor por lo que también es -o por lo que no es. El punto lo ilustra la existencia de esta antología, ahora en su séptimo año. Primero fueron Los mejores cuentos norteamericanos. Luego, alguien preguntó si no podríamos tener también Las mejores piezas cortas -¿de qué?- de no ficción. La más exacta de las definiciones del ensayo, así como la menos satisfactoria, es la siguiente: un texto en prosa corto, o no tan largo, que no cuenta una historia.

Y sin embargo se trata de una forma muy antigua -más antigua que el cuento, y más antigua, cabría sostenerlo, que cualquier narración de largo aliento que pueda llamarse en propiedad una novela. La escritura ensayística surgió en la cultura literaria de Roma como una combinación de las energías del orador y del escritor de cartas. No sólo Plutarco y Séneca, los primeros grandes ensayistas, escribieron lo que llegó a ser conocido como ensayos morales, con títulos como «Sobre el amor a la riqueza», «Sobre la envidia y el odio», «Sobre el carácter de los entrometidos», «Sobre el control de la ira», «Sobre los muchos amigos», «Sobre cómo escuchar discursos» y «Sobre la educación de los niños» -esto es, prescripciones confiadas de lo que han de ser la conducta, los principios y la actitud-, sino que asimismo hubo ensayos, como el de Plutarco sobre las costumbres de los espartanos, que son puramente descriptivos. Y su «Sobre la malicia de Herodoto» es uno de los ejemplos más tempranos de un ensayo dedicado a la lectura cuidadosa del texto de un maestro: es decir, lo que llamamos crítica literaria.

El proyecto del ensayo exhibe una continuidad extraordinaria, que casi se prolonga hasta el día de hoy. Dieciocho siglos después de muerto Plutarco, William Hazlitt escribió ensayos con títulos como «Sobre el placer de odiar», «Sobre los viajes emprendidos», «Sobre el amor a la patria», «Sobre el miedo a la muerte», «Sobre lo profundo y lo superficial», «La prosa de los poetas» -los tópicos perennes-, así como ensayos sobre temas sesgadamente triviales y reconsideraciones de grandes autores y sucesos históricos. El proyecto del ensayo inaugurado por los escritores romanos alcanzó su clímax en el siglo XIX. Virtualmente todos los novelistas y poetas decimonónicos prominentes escribieron ensayos, y algunos de los mejores escritores del siglo (Hazlitt, Emerson) fueron principalmente ensayistas. Fue también en el siglo XIX cuando una de las transposiciones más familiares de la escritura ensayística -el ensayo disfrazado de reseña bibliográfica- obtuvo su lugar de privilegio. (La mayoría de los ensayos importantes de George Eliot fueron escritos como reseñas bibliográficas en el Westminster Review.) Al tiempo que dos de las mejores mentes del siglo, Kierkegaard y Nietzsche, podrían considerarse practicantes del género -más conciso y discontinuo en el caso de Nietzsche; más repetitivo y verboso en el de Kierkegaard.

Por supuesto que calificar de ensayista a un filósofo es, desde el punto de vista de la filosofía, una degradación. La cultura regentada por las universidades siempre ha mirado el ensayo con sospecha, como un tipo de escritura demasiado subjetiva, demasiado accesible, a duras penas un ejercicio en las bellas letras. El ensayo, en tanto contrabandista en los solemnes mundos de la filosofía y de la polémica, introduce la digresión, la exageración, la travesura.

23 Mar 1979 --- Susan Sontag is an American "new intellectual," writer, and commentator on modern culture. She has published essays, novels, and short stories, and written and directed films. Her work on experimental art in the 1960s and 1970s and on a variety of societal issues has had a great impact on American culture. --- Image by © Sophie Bassouls/Sygma/Corbis

Un ensayo puede tratar el tema que se quiera, en el mismo sentido en que una novela o un poema pueden hacerlo. Pero el carácter afirmativo de la voz ensayística, su ligazón directa con la opinión y con el debate de actualidad, hacen del ensayo una empresa literaria más perecedera. Con unas cuantas excepciones gloriosas, los ensayistas del pasado que sólo escribían ensayos no han sobrevivido. En su mayor parte, los ensayos de otros tiempos que todavía interesan al lector educado pertenecen a escritores que no importaban de antemano. Uno tiene la oportunidad de descubrir que Turgueniev escribió un inolvidable ensayo-testimonio contra la pena capital, anticipándose a los que sobre el mismo tema escribieron Orwell y Camus, porque tenía presente a Turgueniev como novelista. De Gertrude Stein nos encantan «Qué son las obras maestras» y sus Conferencias sobre América porque Stein es Stein es Stein.

No es sólo que un ensayo pueda tratar de cualquier cosa. Es que lo ha hecho con frecuencia. La buena salud del ensayo se debe a que los escritores siguen dispuestos a entrarle a temas excéntricos. En contraste con la poesía y la ficción, la naturaleza del ensayo reside en su diversidad -diversidad de nivel, de tema, de tono, de dicción. Todavía se escriben ensayos sobre la vejez o el enamoramiento o la naturaleza de la poesía. Pero también los hay sobre la cremallera de Rita Hayworth o sobre las orejas de Mickey Mouse.

A veces el ensayista es un escritor que se ocupa más que todo de otras cosas (poesía y ficción), que también escribe… polémicas, versiones de viajes, elegías, reevaluaciones de predecesores o rivales, manifiestos de autopromoción. Sí. Ensayos.

A veces «ensayista» puede no ser más que un eufemismo solapado para «crítico». Y, claro, algunos de los mejores ensayistas del siglo XX han sido críticos. La danza, por ejemplo, inspiró a André Levinson, a Edwin Denby y a Arlene Croce. El estudio de la literatura ha producido una vasta constelación de grandes ensayistas -y aún los produce, a pesar del acaparamiento que sobre los estudios literarios ha hecho la academia.

A veces el ensayista es un escritor difícil que ha condescendido, felizmente, a la forma del ensayo. Habría sido deseable que otros de los grandes filósofos, pensadores sociales y críticos culturales europeos de comienzos del siglo XX hubieran imitado a Simmel, Ortega y Gasset, y Adorno, los cuales probablemente se leen hoy con placer apenas en sus ensayos.

La palabra ensayo viene del francés essai, intento -y muchos ensayistas, incluido el más grande de todos, Montaigne, han insistido en que una seña distintiva del género es su carácter aproximativo, su suspicacia ante los mundos cerrados del pensamiento sistemático. No obstante, su rasgo más marcado es la tendencia a hacer afirmaciones de un tipo u otro.

Para leer un ensayo de la manera apropiada, uno debe entender no solamente lo que argumenta, sino contra qué o contra quién lo hace. Al leer ensayos escritos por nuestros contemporáneos, cualquiera aporta con facilidad el contexto, la polémica pública, el oponente explícito o implícito. Pero el paso de unas cuantas décadas puede dificultar en extremo este procedimiento.

Los ensayos van a parar a los libros, si bien suelen iniciar su vida en las revistas. (No es fácil imaginar un libro de ensayos recientes pero inéditos todos.) Así, lo perenne se viste principalmente de lo tópico y, en el corto plazo, ninguna forma literaria tiene un impacto de semejante fuerza e inmediatez sobre los lectores. Muchos ensayos se discuten, debaten y suscitan reacciones en un grado que a los poetas y escritores de ficción a duras penas les cabe envidiar.

Un ensayista influyente es alguien con un sentido agudizado de aquello que no se ha discutido (apropiadamente) o de aquello que se debería discutir (de una manera diferente). Con todo, lo que hace perdurar un ensayo no son tanto sus argumentos cuanto el despliegue de una mente compleja y una destacada voz prosística.

En tanto que la precisión y la claridad de los argumentos y la transparencia del estilo se consideran normas para la escritura del ensayo, a semejanza de las convenciones realistas, que se consideran normativas para la narración (y con la misma escasa justificación), el hecho es que la más duradera y persuasiva tradición de la escritura ensayística es la que encarna el discurso lírico.

Los grandes ensayos siempre vienen en primera persona. A lo mejor el autor no necesitará emplear el «yo», toda vez que un estilo de prosa vívido y lleno de sabor, con suficientes apartes aforísticos, constituye de por sí una forma de escritura en primera persona: piénsese en los ensayos de Emerson, Henry James, Gertrude Stein, Elizabeth Hardwick, William Gass. Los escritores que menciono son todos norteamericanos, y sería fácil alargar la lista. La escritura de ensayos es una de las virtudes literarias de este país. Nuestro primer gran escritor, Emerson, se dedicó ante todo a los ensayos. Y éstos florecen en una variedad de vertientes en nuestra cultura polifónica y conflictiva: desde ensayos centrados en un argumento hasta digresiones meditativas y evocaciones.

En vez de analizar los ensayos contemporáneos según sus temas -el ensayo de viajes, el de crítica literaria y otra crítica, el ensayo político, la crítica de la cultura, etcétera-, uno podría distinguirlos por sus tipos de energía y de lamento. El ensayo como jeremiada. El ensayo como ejercicio de nostalgia. El ensayo como exhibición de temperamento. Etcétera.

Del ensayo se obtiene todo lo que se obtiene de la inquieta voz humana. Enseñanza. Elocuencia feliz desplegada porque sí. Corrección moral. Diversión. Profundización de los sentimientos. Modelos de inteligencia.

La inteligencia es una virtud literaria, no sólo una energía o una aptitud que se pone atavíos literarios.

Es difícil imaginar un ensayo importante que no sea, primero que todo, un despliegue de inteligencia. Y una inteligencia del más alto orden puede ante sí y de por sí constituir un gran ensayo. (Valga el ejemplo de Jacques Riviére sobre la novela, o Prismas y Mínima moralia de Adorno, o los principales ensayos de Walter Benjamin y de Roland Barthes.) Pero hay tantas variedades de ensayo como las hay de inteligencia.

Baudelaire quería intitular una colección de ensayos sobre pintores, Los pintores que piensan. Es este punto de vista uno quintaesencial para el ensayista: convertir el mundo y todo lo que el mundo contiene en una suerte de pensamiento. En la imagen refleja de una idea, en una hipótesis -que el ensayista desplegará, defenderá o vilipendiará.

Las ideas sobre la literatura -al revés, digamos, de las ideas sobre el amor- casi nunca surgen si no es como respuesta a las de otras personas. Son ideas reactivas. Digo esto porque tengo la impresión de que usted -o la mayoría de la gente, o mucha gente- dice eso. Las ideas dan permiso. Y yo quiero dar permiso, por intermedio de lo que escribo, a un sentimiento, una evaluación o una práctica diferentes.

Esta es, en su expresión preeminente, la postura del ensayista.

Yo digo esto cuando usted está diciendo eso no sólo porque los escritores son adversarios profesionales; no sólo para enderezar la balanza o corregir el desequilibrio de una actividad que tiene el carácter de una institución (y la escritura es una institución), sino porque la práctica -y también quiero decir la naturaleza- de la literatura arraiga inherentemente en aspiraciones contradictorias. En literatura, el reverso de una verdad es tan cierto como esa verdad misma.

Cualquier poema o cuento o ensayo o novela que importe, que merezca el nombre de literatura, entraña una idea de singularidad, de voz singular. Pero la literatura -que es acumulación- entraña una idea de pluralidad, de multiplicidad, de promiscuidad. Todo escritor sabe que la práctica de la literatura exige un talento para la reclusión. Pero la literatura… la literatura es una fiesta. Una verbena, la mayor parte del tiempo. Pero fiesta, así y todo. Incluso a título de diseminadores de indignación, los escritores son dadores de placer. Y uno se convierte en escritor no tanto porque tenga algo que decir cuanto porque ha experimentado el éxtasis como lector.

Ahí van dos citas que he estado rumiando últimamente.

La primera, del escritor español Camilo José Cela: «La literatura es la denuncia del tiempo en que se vive”.

La otra es de Manet, quien en 1882 se dirigió a alguien que lo visitaba en su estudio de la siguiente manera: «Muévase siempre en el sentido de la concisión. Y luego cultive sus recuerdos; la naturaleza nunca le dará otra cosa que pistas -es como un riel que evita que uno se descarrile hacia la banalidad. Ha de permanecer usted siempre el amo y hacer lo que le plazca. ¡Tareas, nunca! ¡No, nunca hacer tareas!».

No eres los otros. (Breve ensayo sobre el ensayo)

La subjetividad no es, para Romeo Tello A., condición suficiente a la hora de caracterizar el ensayo. «Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad», dice en este breve ensayo sobre el ensayo, «puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo». Se trata, más bien, de ahondar en la ambigüedad de esta subjetividad, en la contradicción que hay en que uno sea uno entre otros.

AUTISMO + ESTILO = AUTISMO

AUTISMO Y PLAGIO

Nadie debe extrañarse de que el ensayista se ande por las ramas. La verdad es que si fuera del todo honesto conmigo mismo, es decir, con mi impudicia, a este breve texto le habría puesto un título distinto. Y ese título habría sido “Literatura + enfermedad = enfermedad”. Pero me detuvieron dos razones de peso: la primera es que ese título ya existe y se lo dio Roberto Bolaño a uno de sus mejores ensayos, un texto que escribió poco tiempo antes de morir, y que para mí constituye un modelo de belleza, humor, valentía e inteligencia. En ese ensayo, Bolaño nos recuerda que “Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz”. La segunda razón para no utilizar aquella ecuación como título propio es más modesta; es, digamos, de marketing o de semántica. Se me ha pedido que hable de ensayo, literatura y academia, y aquel título (aunque hermoso y misterioso) no refleja este tema. Pido una disculpa.

AUTISMO Y AUTOAYUDA

Ayer escuché: “Si tienes que andar preguntándote qué es el ensayo, quizás es porque el ensayo no es lo tuyo”. Curiosa proposición. Lo que observo es todo lo contrario: si hay un género que tiende constantemente a buscarse a sí mismo es precisamente el ensayo. Los cuentistas son dados a escribir decálogos, preceptos sobre el arte de escribir cuentos. A los novelistas les da por decretar muerte de la novela y su resurrección en variopintos avatares. Intentos por definir la poesía —por fijarla con un taxonómico alfiler sobre el corcho de la realidad— han habido siempre, pero estos suelen provenir de fuera y parecen apuntar más a una esencia cuasi divina que a una práctica literaria. Pero el ensayo se busca desde dentro, es decir, es el ensayista el más preocupado por definirlo y retratarlo, y para ello, además, casi siempre utiliza como punzón al propio ensayo. Ahí está el rosario de definiciones ilustres: desde “el cansino centauro” de Reyes, “la forma sin forma” de Adorno, hasta “el cerdo enlodado” de Edward Hoagland. Juan Villoro dice que el ensayo es el dedo del amigo que nos acompaña en el museo y nos señala aquello que no habíamos advertido (es decir, un gesto útil, pero siempre marginal), y Ortega y Gasset, bueno, ya saben lo que dijo. Podrá variar el acento —entre lo didáctico y lo poético—, pero dos son siempre las constantes: la caracterización del ensayo como una criatura híbrida, y la intuición del ensayo como una criatura fantasmal o fabulosa, es decir, que quizá no exista.

AUTISMO Y HEIDEGGER

¿Por qué esta necesidad del ensayista de definir su objeto de trabajo, de ubicar los límites de su campo de batalla? ¿De dónde proviene esa inseguridad profesional, ese casi sentimiento de indigencia cósmica? ¿Por qué regresar una y otra vez a la pregunta original, aquella que pregunta: qué es esa cosa, el ensayo? ¿Y equipado con qué mapa o brújula o astrolabio sale el ensayista a buscarlo? Ya lo hemos dicho: con los del ensayo mismo, porque la sagacidad y la versatilidad del ensayista son infinitas. Y así, se pone a ensayar sobre el ensayo, en búsqueda de su esencia, o, más precisamente, en búsqueda de su esencia literaria.

Sale a buscarlo con la mirada llena de esperanza (es decir, de vanidad) y el corazón anegado de terror. ¿Y a qué le teme tanto el ensayista? Las rodillas del ensayista no tiemblan ante la Escila de la página en blanco y la Caribdis de la esclerosis sináptica. Tampoco teme a la falta de originalidad, gracia o eficacia. Su temor es otro y más grande. Es descubrir que el ensayo no sea una especie plenamente literaria, que su ADN sea demasiado impuro, demasiado expositivo, enunciativo o adusto. Demasiado literal, como para ser literatura. El ensayista suda frío. Teme perder sus becas y sus premios; sus encuadernaciones y sus encuentros nacionales (donde casi siempre la pasa bien y hace tanto por el ensayo, y donde además se respira un aire tan cálido y tan poco endogámico). En pocas palabras, el ensayista teme perder la green card que lo acredita como ciudadano de la República de las Letras. Teme, y como todo individuo y pueblo temeroso, se acoraza, se repliega sobre sí mismo y levanta murallas. Después, en un ataque de xenofobia, se apresura a señalar y a perseguir a los diferentes. “Yo soy el ensayista ensayista, y escribo ensayos ensayo”, dice; “soy el heredero y albacea de Montaigne”. “Ustedes, los otros —redactores de ensayos académicos, filosóficos o periodísticos—, si han de convivir conmigo en la ciudadela dorada, deberán de portar siempre el adjetivo escarlata que los identifica como ensayistas espurios, ciudadanos de segundo o tercer orden”. Esto dice el ensayista ensayista, al tiempo que intenta bailar tregua y catala, tregua y catala, pero se tropieza, y entonces se retira a su oficina en la rectoría de Friburgo.

AUTISMO Y APOLO

¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está lleno de sí, sitiado en su epidermis. Y, por lo pronto, no quiere hablar con nadie.

AUTISMO, POESÍA Y PRECIPICIO

Como esto sería solamente el preámbulo (y quizá la justificación) a un ensayo sobre el ensayo y ya me he extendido demasiado, apretaré el paso.

Por supuesto que exagero. Por supuesto que no dudo radicalmente de la naturaleza literaria del ensayo. Es sólo que no coincido con aquellos que pretenden sustentar la condición de literatura del ensayo en su carácter inacabado y subjetivo, en su propensión a la deriva y la errancia. Inacabado y tentativo es cualquier apunte de clase y no por ello es literatura. A la deriva, perdido en instantánea altamar, también está un candidato incapaz de decir los títulos de tres libros fundamentales en su vida, y no por eso está haciendo literatura. No. Me parece que apelar a estos valores (lo parcial, lo inacabado, lo tentativo, lo subjetivo) para definir la esencia del ensayo es un ademán efectista; un gesto que viste mucho (porque Dionisio y la vaporosa posmodernidad siguen teniendo un prestigio avasallador en el mundo del arte), pero que dice poco. Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo.

Lo que tiene de literario el ensayo es lo que tiene de literario toda la literatura: su capacidad para crear o articular sentido ahí donde sólo había un desierto de horror y aburrimiento. La poesía es el canto del significado, dice Yuri Lotman. El ensayo es la voz con la que nos unimos al coro desde la regadera.

NO ERES LOS OTROS

(BREVE ENSAYO SOBRE EL ENSAYO) 1

Ensayar, escribir ensayos, es redactar “la historia universal de uno mismo”. Cada vez, cada ensayo: la misma universal y circunstancial historia. La frase entrecomillada es de Ezequiel Martínez Estrada, pero no recuerdo dónde la leí y ni siquiera estoy seguro de repetirla fielmente. Quizás mi memoria la adapta, como muchas veces hace con las letras de canciones, de acuerdo con cierta vocación efectista y a conveniencias personales. Sea como sea, me parece que la posible cita, como definición del ensayo literario, es rotunda y exacta; si bien no es exhaustiva ni dice nada sobre las características formales del ensayo, expresa puntalmente su naturaleza ambivalente. Los ensayos se arman con elementos e impulsos no sólo heterogéneos, sino incluso contrarios. No son textos híbridos, como la crónica o la novela: son criaturas verbales tensas y contradictorias, seres esquizofrénicos y siempre, sin importar lo que digan sus señas más externas, megalomaníacos.

La bipolaridad esencial del género —la que resume el oxímoron de Martínez Estrada— radica en la disyuntiva entre transcribir la voz de una conciencia o asentar el inventario de la creación. Inventario y, sobre todo, manual de instrucciones. Por una parte, el ensayo literario se sabe un discurso personal y privado; sabe que no es más que una ansiedad revestida de reflexión, una tentativa de permanencia y traslado, un ensayo sin espectadores para una obra que nunca será estrenada. Sin embargo, también aspira a ser un discurso público, edicto, una carta de relación; aspira incluso a ser objetivo y veraz, transparente y verificable. Más aún, el ensayo —a pesar de la relatividad que denota su nombre y del tema concreto de su atención— quiere ser total: el relato íntimo y científico de todos los instantes y cosas del mundo. Aunque alguno de los dos alientos acabe por imponerse, el otro permanece latente, como ruido de fondo. En un caso, el vencido susurra: “más allá del candor de estas palabras, más allá de que parezcan perseguir un mérito exclusivamente verbal y estilístico, lo que dicen es verdad y debe ser conocido y acatado por todos”. En el caso contrario, el contrapunto murmura: “a pesar de la claridad de estas palaras, de su aparente sensatez y solidez, lo que conjuran es mera ficción, no son más que un torbellino de lenguaje girando sobre un espejo o sobre el vacío”.

No es casual el carácter dispar y cismático del ensayo: no es producto de ningún capricho prestigioso ni de la simple continuación de una tradición retórica. Si el ensayo es doble es porque su autor es doble. Y no me refiero a la dualidad que propone la mayoría de las religiones, ésa que separa la parte espiritual de la parte material en el hombre, el cuerpo perecedero del alma inmortal. La dualidad humana de la cual es correlato y consecuencia el ensayo es otra, más real y profunda. Es la ambigüedad de ser uno (estadísticamente irrelevante, minoría absoluta frente a la superabundancia de todo lo demás) y, al mismo tiempo, central y total. Pues cada quien es el principal referente de todo lo que existe, la única perspectiva de todo lo visible. La conciencia de cada hombre es, efectivamente, el escenario donde ocurre todo lo que pasa. Cioran, con esa facilidad que tenía para poner el dedo en la llaga, lo dijo así: “El universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues cada individuo vive en lo absoluto su mérito o su nulidad…”.

La ambigüedad es nuestro exoesqueleto, es el vaso en el que esa turbia agua que somos se asienta, ahonda y edifica. Y quizás la mayor ambigüedad o la ambigüedad esencial del hombre consiste en ser uno más y, al mismo tiempo, uno menos; es decir, ser uno entre los demás, semejante y acompañado, y ser uno a pesar de los demás, diferente y opuesto a los otros. Borges, que no escapó a esta condición bipolar, puso en “La forma de la espada” (1944): “yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”; pero más tarde, en el poema “El ápice” (1976), escribió: “No te habrá de salvar lo que dejaron / Escrito aquellos que tu miedo implora; / No eres los otros”. Si Borges cambió de parecer al respecto de una cuestión tan fundamental, no lo sabemos; yo creo que siempre pensó las dos cosas, pues sabía que una y otra, aunque excluyentes, son igualmente ciertas. Uno es el hombre: mensaje de extrema comunión y extremo abandono por igual.

El ensayo camina sobre la delgada línea que separa la validez de las dos sentencias borgianas: “eres los otros” y “no eres los otros”. Delgada línea que a veces es una meseta. Como sea, el ensayo se funda en esa grieta divisora. Por eso la diferencia y disparidad de registros, por eso la esquizofrenia de querer explicar el mundo mientras se expresa un anhelo o una nostalgia, por eso la indecisión entre ofrecer un punto de vista y otorgar, como el nazareno al ciego, la visión. Intermedio e indeterminado como el hombre mismo, el ensayo es una voz a caballo entre la ciencia y la más vacilante de las opiniones, entre la revelación divina y la confesión del creyente. Debido a esta radical fusión de contrarios, se me ocurre que más que el centauro de los géneros el ensayo es la anfisbena del mundo de las letras, serpiente mitológica de dos cabezas cuyo nombre significa literalmente “ir en dos direcciones”. Pues no estamos ante un simple híbrido o un mestizo de rasgos exóticos; se trata de un desgarro convertido en mónada, de una dualidad permanente aunque volátil, de una contradicción armónica e inevitable. Es el ensayo, genuinamente, el cantar de gesta de una soledad.

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Si bien creo en todo lo que acabo de decir sobre el ensayo, no niego que esta caracterización esconde una justificación y una salvedad. Me interesa resaltar, y hasta cierto punto defender, la ambigüedad del ensayo porque los ensayos que suelo escribir son así justamente: ambiguos y ambidiestros, anfibios y anfibológicos. Quizá no sean del todo contradictorios (o intenten no serlo) en su contenido, en la orientación de sus ideas, pero en lo que sin duda se muestran inconstantes y erráticos es en la forma de expresarlas, en su tono y en su ánimo. Tiene que ser así, porque nacen con una doble motivación. Por un lado, quieren encargarse de asuntos que me importan y me preocupan, asuntos que considero relevantes. Y quieren hacerlo con cierta claridad y precisión. Pero al mismo tiempo responden a una voluntad más bien expresiva (y aun podría decir expresionista), a una necesidad de canto y locución anterior a cualquier letra o mensaje. Por ello, se basan en impresiones y asociaciones más o menos arbitrarias, y muchas veces su principal motor es la pura voluptuosidad del lenguaje. En otras palabas, y en resumen, los ensayos que escribo buscan decir algo, tanto como buscan simplemente decir. Sonar. Pues quizás, como dijo Rilke, estamos aquí solamente para eso. En la “Novena Elegía”, Rilke propone: “Quizás estamos aquí para decir: casa, puente, pozo, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana, a lo sumo: columna, torre… pero para decir, compréndelo”.

Así, esa pequeña horda de anfisbenas textuales no sabe si reír o llorar. Todo el tiempo se anda por las ramas, oscilando entre la información y la intuición, entre la imagen y el esquema, entre el retrato impresionista y el naturalista. Pero tanta justificación, tanto curarse en salud, ¿no es acaso un acto de cobardía? En efecto, lo es: una cobardía cínica e infame. Pero resulta tolerable, al menos personalmente, como compensación de una posible cobardía mayor: la de no escribir nada en absoluto. Entonces, si los diferentes capítulos o versiones de la historia universal de mí mismo necesitan de semejantes previsiones y precauciones para animarse a salir a lo abierto, que así sea.


1 Publicado originalmente en Circulo de poesía.

El ensayo apesta pero no muere o Arjona tenía razón

El insomio y un podcast de Bret Easton Ellis le sirven a René López Villamar para reflexionar acerca del ensayo y de su lugar en la cultura de masas, frente a fenómenos como el cine, Facebook o el 11 de Septiembre. Y a partir de la metáfora de Alfonso Reyes sobre el género, escribe, con mucho sentido del humor, sobre la necesidad de actualizarlo, de arjonizarlo: pensar el ensayo, no como un centauro, sino como una tortuga-ninja. 

1.

Todas las noches escucho un podcast para dormir. Tengo insomnio y escuchar una charla me ayuda a conciliar el sueño. Uno de mis podcast favoritos es el de Bret Easton Ellis. Me funciona muy bien porque al inicio de cada podcast Ellis comienza con un monólogo sobre algún aspecto de la cultura o la literatura que le preocupa y casi siempre consigue mandarme a dormir. Hace unos días escuchaba el episodio donde el autor de American Psycho entrevistó a Kanye West, y en el monólogo inicial habló de cómo el cine de Hollywood tenía ya varios años sin ser relevante en la cultura de Estados Unidos. La idea me aterrorizó. Me lleno de temor, no porque piense que The Avengers o Godzilla sean piezas dignas de discutirse, sino porque había crecido con la idea de que la literatura durante décadas había sido desplazada por el cine en la discusión cultural y ahora descubría que esa certeza se había desvanecido. Me sentí de vuelta en la preparatoria, ese momento incómodo cuando la maestra de biología anunciaba que habría un examen sobre el nombre de todos los huesos del cuerpo humano y yo me había desvelado estudiando el sistema nervioso.

No todo estaba perdido, decía Ellis en el monólogo, todavía se hace cine importante, aunque no en Hollywood. Mencionó a Nymphomaniac de Lars von Trier y El extraño en el lago —de la que sigo sin entender cuál es su encanto, fuera del sexo explícito—. Lo cierto es que incluso estas películas estaban fuera del centro de la cultura salvo para un reducido grupo de sibaritas cinematográficos, decía Ellis, y su público —en Estados Unidos— era muy reducido. Me puse a pensar, esa noche, ya con el insomnio a toda máquina, mientras Kanye West hablaba de como había cambiado su vida tras el incidente con Taylor Swift en la entrega de premios de MTV, qué medio tomaría el lugar del cine en el centro de la cultura: ¿la televisión? ¿Facebook y twitter? Las ideas apocalípticas de Ellis no son nuevas —de entrada él mismo las repite cada tres podcasts— pero fue justo en ese momento que me alcanzó una preocupación existencial sobre el futuro de la literatura.

2.

Todos aquí conocemos de memoria esa definición del ensayo de Alfonso Reyes que lo define como “el centauro de los géneros”. La noción siempre me pareció extraña, porque suena a un mote más cercano a la práctica de la novela que al propio ensayo. Si metes un ensayo en una novela sigue siendo una novela, pero si metes una novela en un ensayo… también sigue siendo una novela. Máxime que el centauro es, en las referencias clásicas, una figura que alude al gobierno de las pasiones sobre la razón, y un género que incluye textos del tipo “El uso de las conjunciones adversativas en la obra primera de Luis de Góngora” no parece el mejor detentor de la figura del centauro. Lo que no sé si es tan conocido, o al menos no lo era para mí hasta esa noche de insomnio, es el texto que contiene esta definición del ensayo, “Las artes nuevas”, publicado en 1944 y en el cual la famosa definición de Reyes no es mas que una suerte de chiste pasajero que cierra el texto, va sobre otra cosa.

El centro de ese ensayo de Reyes va de la forma en que el cine y la radio iban a cambiar los modos de comunicación masivos. Ya en 1944, Reyes adivinaba que el cine se haría cargo de la función épico-narrativa por sobre la novela, lo cual le daría una primacía en tanto palabra escrita a lo que ahora llamamos muy gabachamente non-fiction, género cuya preeminencia por sobre los géneros de ficción ha sido una discusión constante de este nuevo siglo. También, el análisis de Reyes señalaba cómo inequívocamente todos los medios que analizaba estaban centrados más o menos en la palabra, lo cual lo hace sentir —al lector insomne de 2014— en un viaje al pasado indistinguible en mucho de leer al Arcipreste de Hita. Es decir, ese ensayo de Reyes tiene mucho de obsoleto y en el mainstream sobrevive sólo por esa curiosa coletilla en la que define el ensayo como un centauro.

3.

Esa noche, mientras escuchaba a Bret Easton Ellis y a Kanye West, hice lo que a todo insomne le queda por hacer: poner café y revisar su Facebook. Leí un estado del poeta español Manuel Vilas, que decía —palabras más palabras menos— que un poeta en 2014 no sólo tenía que ser un gran poeta, sino volver a poner de moda la poesía. ¿Podría volver la poesía, como volvió Menudo o Timbiriche? Espero que no. ¿Y qué esperanza le queda al ensayo de llegar a ser el rockstar de los géneros en estos tiempos en que hasta Taylor Swift ha abandonado el country para cantar pop?

4.

Me gusta pensar que si Alfonso Reyes siguiera entre nosotros no sólo analizaría con gusto Twitter y las canciones de Taylor Swift, sino que cambiaría su definición de ensayo por “la tortuga ninja de los géneros”. Es decir, para que el ensayo se mantuviera vivo y de moda tendría que adoptar tres características: ser adolescente —siempre curioso, inquisitivo, soez, contrario, apasionado—, mutante —aquí sí como el centauro de Reyes, un género en que quepa todo y en el que se pueda hablar de todo— pero sobretodo un género ninja —que golpeé cuando nadie se lo espera y luego desaparezca en las sombras como Batman, hasta que lo volvamos a necesitar—.

4a.

Parafraseando a Arjona, el ensayo debería ser adjetivo y no género.

5.

No creo que sea necesario ni deseable, ni a estas alturas conseguible que el el ensayo se ponga de moda. De todas las discusion sobre la naturaleza del ensayo: la del ensayo creativo, la del ensayo ensayo, del ensayo académico, del ensayo político; me salta la idea de que el ensayo es como el rockabilly: tiene que sonar de cierta forma o deja de sonar a ensayo. Compases más, compases menos, cualquiera dirá que es rock, que es country, que es pop, que es metal, que es psychobilly: todo menos ensayo. Si no citas a Walter Benjamin, si no te paseas como flâneur, si tu texto no tiene citas al pie, si no tiene aparato crítico, si tiene aparato crítico, si cuando lo lees en voz alta olvidas decir “y cito”, “fin de cita”, si cometes el error de hacer investigación que no sea documental o si no te parece que podrías reutilizar este texto de alguna forma en tu tesis de maestría, no faltará el crítico, el dictaminador, el tutor del FONCA, el lector editorial o el editor que diga indignado: “este texto está muy bien, pero no es un ensayo”. Nada más sencillo que ignorar el alarido de un texto al relegarlo a un campo fuera de tu interés de alta cultura: al periodismo, al análisis político, a la sátira, a la ficción, lo que sea que no sea rockabilly, te has pasado al country, hijo, tu texto suena como Johnny Cash.

7.

Si me gusta dormir escuchando el podcast de Bret Easton Ellis es justamente porque en ese monólogo de cada episodio ensaya sobre cualquier cosa —cual tortuga ninja de los géneros— y, mientras seguía viendo en Facebook, ahora fotografías de gatitos, ahora denuncias de violaciones a los derechos humanos, ahora publicidad de Candy Crush, pensé que lo preocupante no es que la literatura o el cine pierdan su relevancia en la discusión cultural, sino que el verdadero riesgo sería que la pierda el pensamiento crítico, el cuestionamiento y el método que implica el ensayo. Pero eso no quiere decir que quiera o deba leer ensayos todo el tiempo. También quiero ver televisión.

6.

(Porque enumerar en orden ascendente está sobrevalorado). De ahí mi propuesta de arjonizar el ensayo. En vez de explorar la naturaleza del ensayo, hagamos un ataque ninja al resto de los géneros, literarios o no: la novela-ensayo, el cuento-ensayo, la crónica-ensayo, la pintura-ensayo, la serie de TV-ensayo, el tuit-ensayo, el slogan-ensayo y si Luigi Amara nos permite el uso del copyright, del ensayo-ensayo.

8.

Este texto debería llegar a alguna conclusión. Mientras lo escribía pensaba que, dado que tenía la suerte de ser la última persona en leer en el X Encuentro Nacional de Ensayistas de Tierra Adentro, podría aprovechar este cierre para quedar muy bien con el resto de los convocados, no repetir ninguna idea que ya se hubiera mencionado antes y aparentar una brillantez que no tengo, haciendo creer a los asistentes que lo había escrito todo desde antes. Pero al final opté por no hacerlo y esta conclusión, que escribo casi un mes después de leer el texto original, se limita a hacer una actualización, espero más coherente, de lo que improvisé ese día.

Durante todo el encuentro nos persiguió como un espectro —nos persiguieron varios— la pregunta de si sería posible hoy en día aspirar a que un ensayo pudiera afectar o iniciar un cambio en nuestro entorno. Está la respuesta del rockabilly-star del ensayo: “eso no me preocupa, yo sólo me debo a mi amor por la música y en todo caso a mis fans”. Está la respuesta del apocalíptico: “las causas perdidas son las únicas que valen la pena luchar”.

Hace unas horas estaba escuchando la última entrega del podcast de Bret Easton Ellis, en la que entrevistaba a Gerard Way sobre su nuevo álbum como solista después de la desintegración de My Chemical Romance, una banda emo que se formó directamente como reacción a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Ellis recuerda cómo había sido para él ese verano anterior a los ataques en Nueva York: las fiestas, el alcohol y la cocaína que lo llevaron a estar en la oficina de su doctor justo en el momento en el que el primer avión impactó la torre norte del WTC.

Ellis relata la historia de uno de los sobrevivientes de las torres, que al llegar al exterior siente que alguien le lanza un balde de agua caliente. Segundos después se da cuenta de que el agua proviene del cuerpo de un hombre que se lanzó desde una de las torres y que chocó contra un poste de luz y que no es agua. “Este”, dice Ellis, “es el mundo en que vivimos ahora”. Me sentí más identificado con la historia de Gerard Way, un joven dibujante de cómics que viajaba en el metro camino a mostrarle una idea Cartoon Networks, pero que la caída de las Torres Gemelas lo lleva a darle un giro a su vida.

Gerard Way estaba —como yo— deprimido y también —como yo— le debía en gran parte esa depresión a una mala ruptura amorosa. Problemas de primer mundo. Y no obstante, recuerdo muy bien dónde estaba en el momento en que supe que alguien había lanzado dos aviones contra Nueva York y que era claro que cualquier certeza que podía haber tenido sobre el mundo hasta ese momento estaba a punto de derrumbarse, literalmente, frente a mis ojos.

9.

Me da un poco de miedo hablar de ataques terroristas y tortugas ninja en el mismo párrafo, pero voy a intentarlo. Comenzaré con esto: el ensayo es el género de la incertidumbre por excelencia. Esta incertidumbre —más ninja que centauro— es lo que le da una capacidad de adaptarse al vértigo del siglo XXI con mayor velocidad que el resto de los géneros literarios. Toma unas cuantas tortugas, suéltalas en las alcantarillas y deja que se marinen en un poco de mutágeno. Entrénalas en secreto. Libéralas en el mundo global post 11 de septiembre, en el México post zapatistas, post guerra contra el narco, post tuit-bots, post asesinatos de migrantes y te aseguro que ninguna de esas tortugas tiene la menor oportunidad en este mundo real. No tienen la menor oportunidad por sí mismas, pero en conjunto, como género, son al menos tan esenciales como cuando Michel de Montaigne entrenó a las primeras en el siglo XVI, si no es que más, aunque durante un tiempo confundimos sus chacos y katanas con el arco de un centauro.

Espiral

Si el ensayo literario se vale de palabras, dice Carlos Grande, el videoensayo se sirve de imágenes y, sobre todo, del modo en que ordena esas imágenes. El texto que les dejamos es una presentación a Espiral, un ensayo hecho de imágenes, un cuestionamiento sobre la muerte y sus alcances, un videoensayo de Héctor Ibarra.

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Breves notas sobre lo que entendemos por videoensayo, por Carlos Grande.

No se trata de saber cómo elaborar engorrosas y apuradas respuestas que sirvan como paliativo para la curiosidad del ensayista. Ante todo, aquel ser extraño que no se conforma con la realidad y es capaz de poner en tela de juicio desde los temas más nimios hasta los más complejos —divagaría sobre la minucia convirtiéndola en arte—, haría precisamente eso: preguntar y navegar por digresiones que no tendrían nunca la intención de acabar y asombrarse durante el proceso.

Para este propósito, el ensayista se había servido de las palabras; pero con el advenimiento del cine, el Ensayo Literario vio posible otra manera de plasmarse: a través de imágenes. Así fue como nació el videoensayo. El ensayista fílmico reflexiona al igual que el literario, pero lo hace mediante imágenes dispuestas de cierta manera para causar un efecto en el espectador. «¿Cómo mostrar las imágenes?» correspondería a «¿Cómo formular las preguntas correctas?». El ensayista literario se vale de palabras; el fílmico de imágenes —y aunque éste podría usar una voz en off o distintas clases de sonido durante el video-ensayo, lo importante sigue siendo cómo mostrar las imágenes y eso implica cómo disponer de ellas, cómo conectarlas y entrelazarlas: un continuo pensar y transformar durante la película.

Todo lo anterior lo podemos observar en el siguiente videoensayo de Héctor Ibarra y el cual nos da gusto presentarles: Espiral. ¿Qué es la muerte? Uno de esos temas inacabables del ser humano que, más que exigir las mejores respuestas, exige las mejores preguntas. El autor se hace estos cuestionamientos, como hemos dicho hasta ahora, a través de imágenes que, más que delatar y representar una realidad, nos hacen vivirla y sentirla y preguntarnos acerca de las personas y lugares que ahí vemos. ¿Cómo se vive la muerte? ¿Los muros y los cementerios son capaces de guardar las lágrimas causadas por las partidas? Una extraordinaria conjunción de la imagen con la voz en off nos llevará a lugares inusitados de nuestra mente. Finalmente y como diría Chesterton: no dejemos a los ojos descansar. Divagar con palabras. Divagar con imágenes.

La trampa del ensayo

A la definición clásica de Alfonso Reyes, que ve en el centauro una metáfora sobre el ensayo, Jesús Silva-Herzog Márquez contrapone la propuesta de Chesterton: el ensayo como una serpiente -sutil, sugerente. Así, en «La trampa del ensayo» habla sobre la inconclusividad del género, que no agota sus temas.

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¿Será el ensayo siempre una trampa? ¿Una manera de bordear el mundo sin acceder a él? ¿Una elocuente evasión? El ensayista se entrega a las orillas: no intenta demostrar nada, apenas mostrar. El ensayo es la fuga de la tangente: rozar el globo y huir. El entendimiento es un reconocer los límites, dice Montaigne en su ensayo sobre Demócrito y Heráclito. El paseante no se empeña en sujetar el mundo. Su mirada se detiene en el fragmento. “Escojo al azar el primer argumento con que doy, porque todos los considero buenos por igual y nunca me propongo seguirlos enteros, ya que no veo el conjunto de nada. Entre las cien partes y caras de cada cosa, me atengo a una, ya para rozarla, ya para rascarla un tanto, ya para penetrarla hasta los huesos”. El ensayista juega al argumento, lo adopta por azar y sin firmar contrato con él. Tan pronto encuentra motivos para soltarlo, lo abandona. El ensayo roza y rasca. Punza también, pero su aguja penetra solamente un milímetro del cuerpo.

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01-ensayo

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Bien conocida es la descripción del ensayo como un centauro. Alfonso Reyes lo vio así, como el hijo mestizo del arte y de la ciencia. Un estilo y una inteligencia que forman parte de nuestra cultura moderna, “más múltiple que armónica”. Todo cabe en su jarrito, sabiéndolo desacomodar. La divagación, es decir, el desorden, adopta pose de método. Meneo: brinco, retroceso, giro. Sin itinerario, el ensayista sigue el capricho de sus antojos. Un centauro fue también el padre del ensayo. La inteligencia de Montaigne fluía en el trote de su caballo. Su sueño era vivir montando: “mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”. El jinete sale de su escondite en la torre para pasear: sabe bien de lo que huye pero no tiene idea de lo que busca.

En otra criatura pensaba Chesterton cuando pensaba en el ensayo. No venía de la mitología pero estaba cargada de símbolo. El ensayo, dijo, es una víbora. Su desplazamiento es líquido: ondulante, ágil, peligroso. “El ensayo es como la serpiente, sutil, graciosa y de movimiento fácil, al tiempo que ondulante y errabundo”. El enorme católico advertía, por puesto, otro elemento de la serpiente: ser el animal de la tentación. Ensayar es probar, sugerir, tentar. La serpiente atrae a su víctima. Para engullirla ha de seducirla primero. Chesterton pinta con esa imagen al ensayo como el engañoso arte de la irresponsabilidad. La víbora, desprovista de garras y de tenazas parece un hilo de aire que juega inocentemente en la arena. Es, en realidad, una bestia mortífera que puede devorarnos de cuerpo entero. El ensayo: arte de la evasión, estafa.

Sigamos con Chesterton: el ensayista se escuda en la naturaleza de su oficio para rehuir la responsabilidad de sus palabras. Anuncia que no lo sabe todo y que apenas esboza conjeturas. Esto puede ser cierto y puede no serlo. Así, el ensayista necesita convertir a su lector en cómplice; imponerle su código de alusiones, eufemismos, esbozos e insinuaciones. Ahí está el peligro que advierte el ortodoxo: si el ensayista trata de asuntos sociales lo hace con el permiso de no ser sociólogo. Si menciona a Darwin, enfatizará su ignorancia de las ciencias biológicas. Soy ensayista, no presento una conclusión, tan sólo sugiero un enfoque. Que no hay que leerlos a la letra nos advierten siempre. Aficionados que denuncian el encierro de los especialistas, los divagadores se deslindan de su idea tan pronto la presentan.

El vicio del ensayo, escribe Chesterton, es el vicio de la modernidad. El hombre medieval no pensaba sino para concluir. Partía de una certeza para llegar a otra. Los doctores medievales adoptaban una tesis y se dedicaban a probarla. Sólo entonces soltaban la pluma. El hombre moderno piensa para pensar y no se siente obligado a llegar a una conclusión. Son los medievalistas contemporáneos los que concluyen, los que se comprometen a demostrar la solidez de su argumento, los que presentan sus ideas en forma de tesis. La víbora siempre se sale por la tangente.

Ráfagas sobre el ensayo

Este texto de Luigi Amara publicado en Letras Libres cierra una polémica que sostuvo con Rafael Lemus acerca del ensayo. En esta última parte del intercambio, Amara revindica la necesidad de delinear los límites del género, de diferenciarlo de otros registros: «Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística», dice.

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Hubo un tiempo sin ensayos. Antes de 1580, fecha en que Montaigne usa la palabra para referirse a sus tanteos, había formas de escritura que guardaban cierto parecido de familia: disertaciones, diálogos, sumas, epístolas, tratados, etc., en algunas de las cuales reconoce a sus precursores. ¿Qué terquedad o confusión, qué ligereza de juicio, lleva a que ahora casi cualquier cosa se haga pasar por ensayo bajo la sonrisa complacida del crítico?

Referirse a Montaigne como una suerte de comparsa en la historia del ensayo; creer que el acento personal del género es una especie de “moda”: indicios de que no orbitamos en la misma galaxia.

El ensayo, al menos hasta hace muy poco, carecía de pedigrí. Era el apestado de las investigaciones serias, el irresponsable que no quiere llegar a ningún lado, el rumiante un tanto gagá que reflexiona al margen. Algún cataclismo debe de estar sucediendo para que, desde todos los rincones imaginables, se reclame el derecho, no tanto a ensayar, sino a ostentar el nombre.

A fin de recuperar ese talante subjetivo, resueltamente provocador que lo recorre desde Montaigne hasta, digamos, John D’Agata o Luis Ignacio Helguera, se ha hablado de ensayo “informal”, “anecdótico”, “personal”, “creativo”, “moral”, “lírico” y también “verdadero”. Mi tautológico y machacón “ensayo ensayo” era un homenaje a aquel “enfático ensayo” de Adorno, pero también una reducción al absurdo para apuntar hacia un ensayo sin adjetivos.

Se tacha de “esencialista” el intento de perfilar el ensayo. Una condena que pasa por alto que, incluso en la caracterización más ceñida, la ortodoxia del ensayo es herejía.

Por su carácter proliferante, movedizo y promiscuo, definir el ensayo se antoja descabellado; pero la idea de problematizarlo, de preguntar por sus fronteras porosas, de reflexionar sobre sus límites, parece no solo pertinente sino que, de algún modo inesperado y oblicuo, pone el dedo en la llaga. ¿De qué otra manera retomar su impulso experimental y llevarlo más allá?

Del mismo modo que la estela de un barco no determina su curso, destacar el linaje del ensayo no equivale a plantear una preceptiva.

Si hay un aire conservador en todo esto, estaría en la insistencia de escolarizar al ensayo, en darle la espalda a su propia tradición para volver a la forma cerrada de la teoría, en vestir de toga y birrete a Huckleberry Finn. En olvidarse de su carácter elástico para enfatizar –¡qué audacia!– lo escolástico.

En lugar de subjetivo, el crítico lee “egotista”; en lugar detentativo, resume olímpicamente “impresionista”. En ese afán de caricaturización se encuentra, más que el meollo del debate, el autorretrato involuntario del crítico.

Nada de qué asombrarse: los pedales de mucha de la crítica contemporánea son la caricatura y el gusto por amontonar descalificaciones.

No es infrecuente que se invoque el nombre de Adorno como elemento decorativo. Sin embargo, habría que cuidar de que al hacerlo, como quien coloca un florero en medio de la habitación, no quede de cabeza.

T. W. Adorno no oficia las bodas del ensayo y la teoría. Defiende que, sin importar su eje subjetivo, sea capaz de alcanzar un tipo de verdad, de objetividad, diferente. Su medida no es la verificación de tesis, sino la experiencia humana individual.

Hay que tener una idea muy rupestre –o muy laxa– de lo que es una teoría para pretender que “el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos” autoriza a hablar de un ensayo teórico. En ocasiones es tropiezo lo que tomamos por salto.

Aunque picotee aquí y allá, absorba teorías y maneje conceptos, el ensayo procede desde la sospecha: frente al método, frente a las reglas del juego teóricas, frente a la especialización erudita, frente al ideal de una construcción cerrada, que agota su tema. Su rasgo no es la afirmación, sino la incertidumbre.

Detrás del ensayo suele estar el error.

“El ensayo –escribe Adorno– es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional.” Más abierto, pues se resiste a los residuos de la escolástica y a las infiltraciones de los filosofemas ya empaquetados y listos para consumo. Más cerrado “porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición”, porque se obliga a una intensidad mayor que la del pensamiento discursivo.

Lejos de entregar un informe sobre las cosas, de limitarse a su representación objetiva, en el ensayo las cosas cobran una nueva forma a través de la imaginación y la escritura. Si hay una verdad en todo ello, es de tipo poético, puesto que el ensayo es una variedad de la poesía.

Aun el enfant terrible del ensayo, Ander Monson, quien ha visto en él una forma de hackeo, no pierde de vista los límites del género y avanza desde su interior para ampliarlos, para llevarlos a su tensión máxima: “Los temas tácitos de todos los ensayos son el ensayo mismo, la mente del escritor, el yo en el proceso de tamizar y percibir, incluso si el yo es tácito, nunca evidente, oculto.”

Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística.

El ensayo incomoda porque se mueve en las intersecciones, en las zonas de nadie, en ese desfiladero donde cada nuevo paso parece realizarse en el aire, fuera de lo literario pero también de lo académico. Porque “con conceptos querría abrir de par en par lo que no entra en conceptos” (Adorno).

Su soberanía frente a lo fáctico, su libertad de movimiento frente a la teoría, pueden hacer pensar que el ensayo se desentiende de la realidad. ¿Cómo podría hacerlo, si aspira a verter la experiencia humana sobre la página?

El ensayo como membrana –como interposición– entre la mente y el mundo. El ensayo como ósmosis o, mejor, como bitácora del flujo y reflujo en ese diminuto poro que llamamos el yo.

Porque subordina la crítica a la experimentación personal, por antropomorfista y polimórfico, por ametódico e inestable, por disperso y anacrónico, pero sobre todo porque antepone la búsqueda de la felicidad a la verdad, el ensayo no es solamente un género literario ni una práctica más o menos extendida. Es un proceso, una vía de transformación, en primer lugar de uno mismo, a través de la escritura.

Quien percibe en las divisiones de género cierto tufillo de cárcel y presiente comisarios y cancerberos pasa por alto que, en todo caso, el ensayo es “una prisión de mínima seguridad” (David Shields). Salir de ella comporta al menos el sentido del riesgo.

El crítico se molesta cuando le desacomodan los libros de su biblioteca. Le gustaría que todo se ajustara a su criterio, que el orden implícito que guía sus lecturas –y sus estantes– no fuera alterado. Pretende, tal vez, que todo se quede como está.

¿Dónde está el escándalo de tomar, digamos, Lenguaje y significado de Alejandro Rossi, y retirarlo del librero del ensayo? ¿O Logoi: una gramática del lenguaje literario de Fernando Vallejo? ¡Fuera!

O El deslinde de Alfonso Reyes. Pero antes de expulsarlo, no estaría mal que lo repasara. ¡Es de teoría literaria! Y allí se pregunta lo que según esto ya no tiene sentido: si cabe distinguir entre literatura y no literatura.

Lo de menos, desde luego, es el orden de la biblioteca. La cerrazón, la actitud recalcitrante, tiesa, estrecha, retrógrada (¡qué fácil es descalificar!), está en no permitir que se cuestione toda esa masa de textos que, con la coartada de lo ensayístico, pero sin nada de invención, de impulso experimental, se limitan al confort de opinar.

Si delinear los contornos movedizos del ensayo es anatema, ¿habría que contentarnos con la etiqueta mercadológica de la no-ficción? ¿O con esta gema de la lucidez: el ensayo es prosa, prosa discursiva? Pero no olvidemos que Alexander Pope publicó en verso su Ensayo sobre el criticismo y que ahora proliferan videoensayos como los de Laura Kipnis.

“La hospitalidad del término no-ficción: un vestidor completo etiquetado como no-calcetines” (David Shields).

¿Qué se gana con decir que las tareas escolares, los reportajes periodísticos, los libros de divulgación, las colecciones de artículos, las promesas de campaña y en general toda la doxa encuadernada son ensayo? ¿No es mucho más lo que se pierde?

El ensayo: esa pregunta. Esa forma anacrónica y siempre abierta. Sin embargo, parafraseando a Kant, el ensayo no se engrandece confundiendo sus límites: se desfigura.

Una cosa es expandirse en todas direcciones y otra muy distinta es ser amorfo. Uno de los temas recurrentes del ensayo es el ensayo mismo, sus limitaciones, sus bordes, pues esos bordes coinciden con los de la propia mente, que gracias al ensayo se resiste a anquilosarse.

Una prueba de que el ensayo no es cualquier tipo de prosa, mucho menos esa práctica quién sabe qué tan maquinal para proferir opiniones y teorías al vapor, es que no se cruza de brazos ante sus bordes muchas veces cortantes. Que al llegar al filo de lo que conoce, de lo que es aceptable y consabido, se atreve a ir más allá.

El ensayo como práctica

En El ensayo como práctica, Rafael Lemus responde al texto de Luigi Amara acerca de las características del ensayo y a su definición de ensayo ensayo. El problema, dice Lemus, no es genérico, sino práctico, escritural: «No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares».

A veces pasa que algunos escritores dictan poéticas severas y chatas que ni siquiera ellos mismos tienen el cuidado de respetar. Ese es un poco el caso de Luigi Amara, quien hace dos meses publicó aquí (“El ensayo ensayo”, Letras Libres, núm. 158) una apagada disertación sobre el ensayo y quien, afortunadamente, practica una escritura ensayística más potente e irreverente que la que ahí prescribe. Quién sabe si exasperado ante la profusión de papers académicos o sencillamente lampareado por la reciente reedición de los Ensayos de Montaigne, Amara fijó en ese artículo una definición cerrada y esencialista del ensayo –en resumen: un género egotista e impresionista condenado a repetir los ademanes de su supuesto fundador– que ya mereció la atinada sorna de Heriberto Yépez (“Ilusiones del ensayo-ensayo”, Laberinto, 25 de febrero). Convenza o no, el texto es de una utilidad innegable: reúne en unas cuantas páginas los tópicos que suelen blandirse para justificar los ensayos personales o literarios y deslegitimar todas esas prácticas ensayísticas que portan, ay, una tesis y se involucran con la teoría crítica o las ciencias sociales. Desde luego que no está de más discutirlo y disputarle el signo ensayo. ¿Por qué habría uno de contemplar mudamente cómo ciertos ensayistas definen en su provecho el recurso del ensayo, le fijan un origen, delinean sus normas, recortan sus bordes y se lo guardan en el bolsillo?

Hay que empezar ahí donde termina Amara: en esa tosca raya que pinta entre los textos literarios y todos los demás documentos. “Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas –escribe–, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica […] se queden en el estante de la ‘no ficción’ […] Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura.” Es decir: no conforme con aislar al ensayo –al ensayo auténtico, al ensayo ensayo– de la teoría y de la academia y del periodismo y de la política, al final hace otro poco y lo arrastra hasta el compartimento, en apariencia apacible, de la literatura. Es como si, después de décadas de batallas por desdefinir el arte y perforar la esfera de lo literario, siguiera habiendo solo de dos sopas: o se escribe literatura o se redactan textos que no son literatura. Por fortuna hay otras muchas escrituras mestizas que rebasan esa tiesa dicotomía (manifiestos, crónicas, reseñas, alegatos, textos de artistas) y el ensayo es, creo, una de ellas. El ensayo –al menos como lo han practicado miles y entendido otros tantos– no es, propiamente, una forma artística volcada sobre sí misma ni, tampoco, un simple reporte mal o bien redactado: es una escritura esquiva, inestable, se diría que intersticial, que anda entre varios campos sin fijarse en ninguno, a la vez usando y subvirtiendo elementos de diversas tradiciones. De pronto el autor que ejerce el ensayo penetra el terreno de la narrativa o de la poesía y se vale de la ficción o recarga otro poco su “estilo”. De pronto atraviesa el terreno de la historia o de la crítica literaria, de la sociología o del periodismo, de la ciencia política o de la filosofía, y se lleva consigo datos y términos e ideologías. No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares.

Lo mismo en el texto de Amara que en otros elogios del ensayo personal uno acaba topándose tarde o temprano con una aversión, más o menos manifiesta, a la teoría literaria. A veces esa fobia se expresa como denuncia de la academia (y sus “aparatos críticos” y sus “rigideces consensuadas”) y a veces como reproche contra los “autoproclamados posmodernos” que, entre otras “baladronadas efectistas”, cometen el crimen, al parecer imperdonable, de pensar con términos distintos a los que el humanismo liberal nos ha acostumbrado. Pero, a todo esto, ¿por qué se le teme tanto a la teoría? En parte, porque se sabe que las categorías teóricas (qué sé yo: subalternidad, biopolítica, habitus, sensorio, fetichismo de la mercancía) arrastran consigo sus propios referentes y polémicas y que, apenas entran al ensayo, desbordan el dichoso yo del autor, fisuran la artificiosa unidad del texto y atentan contra esa autonomía de la forma que, según algunos, distingue a las creaciones artísticas. Pero, de acuerdo con Adorno, esa es justamente la maniobra que permite el ensayo y que ni los géneros literarios ni los tratados dizque objetivos toleran: el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos. La literatura, para no ensuciar su pretendida especificidad, rara vez le abre la puerta a las categorías teóricas; la filosofía y las ciencias sociales, para no ocuparse de “minucias”, desprecian toda aquella realidad que no fue absorbida por esas categorías. El ensayo, por el contrario, hace esto y aquello: emplea los conceptos, revienta los conceptos, atiende lo que queda fuera de los conceptos.

Apenas si sorprende que el ensayo ensayo defendido por Amara –“subjetivo y tentativo”, enemigo de la teoría y de la academia, desprovisto de tesis y de agenda política, forzado a orbitar indefinidamente alrededor de un yo más bien ilusorio–, en vez de afirmar, masculle: “susurra confidencias y recuerdos, anhelos y decepciones al oído del lector”. Uno ya se va acostumbrando: o se defiende la naturaleza estética del ensayo, y para ello se ocultan sus coqueteos con el concepto, o se defiende su potencia intelectual, y para ello se ocultan sus coqueteos con la expresión artística. Lo que rara vez se dice, y el texto de Amara de plano descarta, es que son legión los textos ensayísticos que, más que intentar reflejar literariamente o explorar rigurosamente la realidad, se empeñan en afectarla. Basta leer un puñado de ensayos para advertir que no todos se conciben como composiciones literarias ni mucho menos como análisis objetivos de la realidad. Hay que ver: son gestos, son actos, son intervenciones precisas, en momentos y sitios específicos, que debaten ideas, disputan signos, refutan poéticas, abollan sistemas o avanzan una agenda política. Siendo sinceros, si uno atiende las innumerables maneras en que los innumerables autores han ejercido el ensayo, uno terminará reconociendo que no existe, en rigor, un género ensayo, y mucho menos un ensayo ensayo, con su código propio, sus normas y sus prohibiciones, sus comisarios y sus fronteras. Lo que hay son estallidos: textos que poetas y narradores y críticos y políticos y periodistas y sociólogos y demás han arrojado a la arena pública con el fin de encenderla y perturbarla. Lo que hay, ya se dijo, son prácticas: ensayos del ensayo y no ensayo ensayo.

Pero supongamos, nada más por un momento, que de verdad existe una línea gruesa entre la literatura y la no literatura y que el ensayo, el ensayo auténtico, el ensayo ensayo, está, claro, del lado de la literatura. Imaginemos que un hipotético lector –digamos que ingenuo, digamos que mexicano– se toma al pie de la letra el artículo de Amara y reacomoda su biblioteca tal como se le sugiere en las últimas líneas: aquí la literatura, allá todos esos textos contagiados de teoría y política y ruido. Mucho me temo que ese lector tendría que empezar por mover de su sitio más de la mitad de los tomos que componen el ensayo hispanoamericano: ¡Sarmiento y Martí y Rodó y Mariátegui y Vasconcelos y Henríquez Ureña al librero donde se empolva el directorio telefónico! Como la teoría no es literatura, ni pensar que un libro de Foucault pueda descansar al lado de uno de Bellatin o uno de Barthes al lado de uno de Vicens o uno de Butler al lado de uno de Rivera Garza. Como la crónica confía un poco demasiado en el periodismo, Novo y Monsiváis se tornan problemáticos y hasta un tanto sospechosos. A Reyes, ni modo, habrá que dividirlo –unos tomos aquí, otros tomos allá–, y qué pena pero casi todo Cuesta tendrá que abandonar el estante donde descansa con sus amigos poetas y marcharse al librero donde se oxida la crítica literaria. Con Paz, cuidado, es necesario ir volumen por volumen, si no es que página por página:Vislumbres… aquí, El arco… allá, y así y así.

Vamos: ¿no sería mejor dejar a un lado la regla y el lápiz con los que se intentan marcar los lindes entre los géneros y aceptar de una vez por todas la irremediable promiscuidad de la producción cultural? ¿No convendría olvidar el ensayo ensayo, y de paso la novela novela y el poema poema, y pensar, mejor, en escritura escritura escritura?

Ilusiones del ensayo-ensayo

Hace unos días, publicábamos por acá un ensayo de Luigi Amara sobre la naturaleza del ensayo literario, que buscaba definir sus límites genéricos y distinguirlo del trabajo académico. En este texto, Heriberto Yépez responde a Amara interrogándose, también él, acerca de los límites del género. 

En Letras Libres de febrero, Luigi Amara distingue al ensayo del pseudo-ensayo en su texto titulado “El ensayo-ensayo”.

Por un ensayo-sin-adjetivos, Amara exige no confundir al “ensayo ensayo” con los géneros académicos (disertación, tesina, artículo, ponencia); la crítica (reseña o análisis) o la non-fiction. Para Amara, el ensayo debe cuidar su sabor literario, ya que las “dos cualidades del ensayo —su acento subjetivo y su sinuosidad tanteadora— están ausentes de mucho de lo que hoy se considera ensayo”.

Amara argumenta a favor de la tesis de que el ensayo no debe argumentar tesis.

Lo define como una escritura sin más tema o nodo que el yo tautológico.

Según el conservadurismo de Amara no hay más camino que el de Montaigne, autoridad que si se obedece hace “libre” al ensayo.

Dice Amara que más que centauro (Reyes), a él la imagen que más le “gusta para representar el ensayo es la serpiente”.

¡Pero escribe un ensayo para evitar que el ensayo mude de piel!

El ensayo ensayo —la expresión lo revela— es un ensayo patitieso, nostálgico (mula, muy mula) que se niega a abandonar su yo-yo vetusto.

Hay que ser escritor terco-terco para no aceptar que el ensayo de nuevo hibride.

Acorde a sus propios alegatos, el de Amara tampoco sería un ensayo: no se ocupa de sí mismo sino de abogar ideas suyas y de otros sobre el ensayo.

Las contradicciones de Amara, sin embargo, son positivas en la medida en que muestran al ensayo en su “cariz experimental, su condición de laboratorio sobre el papel”.

¿Por qué Amara escribe este ensayo y Letras Libres lo publica en un lugar central?

El ensayo literario agoniza. La literatura ya es definida por la prosa de redes sociales, academia, periodismo y crítica. La literatura ya no define a la literatura.

Creer en una prosa ateórica, manierista, solipsista es meter la cabeza en un hoyo: ensayo-avestruz.

Queremos respuestas. Desmantelar sistemas. Reorganizarlo todo. El error del retro-ensayismo literario es huir de estos problemas, reciclando un género literario pretérito.

El error es fijar al ensayo por resta, en lugar de reinventarlo por suma.

No pidamos al ensayo no tener argumentos, pies de página, fuentes (¡o lectores!); pidámosle tener todo lo que un paper más algo que pocos tienen: belleza intrépida, innovación formal, experimentación estructural.

Nuevo ensayo = ponencia + poema.

El verdadero reto del ensayo es construir un género que contenga y rebase a la academia, ¡y los medios!

Y a la filosofía, que fue catedral; el nuevo ensayo, filosofía convertida en performance.

La teoría de Amara acerca del ensayo ensayo demuestra que este género ya perdió la batalla.

Por eso el ensayista tradicional ahora fantasea con aislarse, ratificarse, poseer la receta para convertirse en un mimo de piedra.

Escribir como rictus para protegerse de esta era funesta.

El ensayo ensayo

Luigi Amara escribe sobre el ensayo un artículo que intenta definir sus límites y precisar sus características genéricas. El texto es el primero de una serie en la que polemizó con Heriberto Yépez acerca del género.

El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo.

Ezequiel Martínez Estrada

Más que la imagen del centauro, que Alfonso Reyes propagó pero que deja un sabor a quimera o a hibridación, a no sé qué de forzado y casi imposible, la imagen que más me gusta para representar el ensayo es la serpiente. Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza por tanteos. Chesterton veía también en él la semilla de algo maligno, de algo capaz de ufanarse de su irresponsabilidad, de no querer llegar a nada sino de solo recorrer el camino, ¡y para colmo de manera ondulante! Pero ese toque maligno que percibía Chesterton –el ortodoxo y católico y gran ensayista Chesterton, padre del padre Brown–, que se manifiesta en su naturaleza elusiva, impresionista y cambiante, en ese estar de lado de lo incierto y lo fuera de lugar, es nada menos lo que hace que el ensayo ocupe un lugar en la literatura y sea, por decirlo así, una forma de arte, algo más que una vía egotista de proferir opiniones o una mera “prosa de ideas”. Continue reading